A partir de los 30 años pasar de una década a otra es índice de una inquietud que atraviesa a hombres y mujeres con diferentes matices. De ahí que en nuestra cultura occidental festejar se constituye en cumpleaños diferentes que despiertan emociones y expectativas también diferentes. Algo así como si el final de una década simbolizara el cierre de una etapa vital sin retorno y el pasaje a otra que remite a la sensación de pérdidas así como al encuentro de metas a alcanzar.Es a partir de los 40 que, con mayor precisión empezamos a interrogarnos acerca de nuestro propio envejecer. Las señales de nuestro cuerpo -arrugas, canas- empiezan a anunciar la transformación que despierta ansiedades y temores. Ante nuestros ojos los niños que nos rodean se van haciendo jóvenes y es como si nos empujaran hacia esa transformación no deseada ni buscada. Inevitable.Sabemos que, en la actualidad, el niño que nace podría llegar a vivir entre 80 y 100 años. Sabemos también que con el nacer llega la posibilidad de morir. ¿Cuánto viviré y cuándo moriré? Es un interrogante al que no logramos escapar, que se nos presenta con mayor o menor frecuencia en el curso de nuestro vivir. La vida quiere vivir sabiendo que en algún recodo tendrá que entregarse a la muerte, que es la que le dará sentido. De todos los seres vivos solo el humano se empeña en resistir el proceso natural de nacer, crecer, envejecer y morir. Lo cual es fuente de lucha y dolor que se insinúan mucho antes de lo que sería razonable esperar. De ahí que cumplir los 40 ya es motivo de inquietudes, de bromas amargas, de pensar en el “ahora o nunca”. Cumplir los 50 tiene un matiz diferente, menos nostálgico. La exigencia con que entramos en los 40 no es tan acuciante. Lo logrado entre los 40 y los 50 permite un contacto más realista con uno mismo. Algo así como un respiro. Las canas y arrugas ya no nos son ajenas.Cuando se está llegando al final de los 50 muchos han conocido ya el goce de ser abuelos. La proximidad de cumplir los 60 vuelve a ser inquietante, ¿será ya la vejez? La cultura de la que somos parte nos dice que entre los 60 y los 65 somos viejos, gerontes, tercera edad, ancianos… muchos nombres que poco tienen que ver con lo que sentimos.Este es el tema en cuestión: a los 60 tenemos por delante la posibilidad (teórica) de vivir 40 años más. Algo así como la tercera parte de nuestra vida. La pregunta es si todo ese tiempo puede ser tratado como un bloque al que se le asignen características comunes. La otra pregunta tiene que ver con que ¿desde dónde? una persona puede ser definida desde la cronología de su fecha de nacimiento, desde lo que la biología considera vejez, desde lo que la sociedad le posibilita, etc.El gran dilema se define en términos de quién soy para el otro y quién es el otro que mira o evalúa. Quién soy para mí y cómo soy desde mí y desde mis posibilidades. Este dilema aún no resuelto ni enfrentado será el responsable de que el número de años complique nuestro estar en el mundo.Nadie puede mirar su propia vejez hasta que no empieza a reconocerla en sí mismo. Vemos la vejez del otro y es desde esa mirada que la amamos o la odiamos de acuerdo a lo que valoramos como buena o mala vejez. Cuando es el otro el que nos reconoce viejo (casi siempre antes de percibirla nosotros) podemos ofendernos o darnos cuenta soy viejo en relación al otro, es decir, más viejo que o mayor que. Uno siempre es más viejo que alguien y más joven que alguien más.Si una persona mayor visita a un clínico éste podrá diagnosticar el mal que lo aqueja y tomar en cuenta la edad del paciente para definir su estrategia terapéutica, lo que no puede es pensar que lo que le pasa al paciente tiene que ver con su vejez.La edad del síntoma importa más que la edad del paciente cuando se trata de hacer un buen diagnóstico. Una persona de 80 puede tener mejor salud que una de 70. Lo que solemos rechazar de la vejez son fenómenos que pueden estar presentes a cualquier edad. La apatía, la depresión, el aspecto físico, la inactividad, las alteraciones de la memoria, el rechazo de los más jóvenes, el vivir privilegiando el pasado, los achaques, las quejas, la hipocondría, el pesimismo, el aburrimiento, etc. Características todas ya presentes en la historia de un sujeto que con los años se acentúan. No son -necesaria ni inevitablemente- las marcas del envejecer aunque estén más visibles en muchos viejos.Algo que durante las últimas décadas ha aumentado es que la gente de 60 ó 70 es hoy más joven que hace 30 años. El mundo cambia y los viejos también.La perspectiva del futuro suele ser en los humanos una proyección de temores y ansiedades que dificulta la percepción del presente. Dicha proyección tiene sus raíces más en el pasado al cual quedamos entrampados desde nuestros juicios presentes. Nos resistimos a entender que lo que hicimos fue lo que entonces pudimos hacer. Por lo cual nos transformamos en implacables jueces de nuestra propia historia cargándonos de culpas, enojos, resentimientos. Desde ahí perdemos nuestras posibilidades de aprovechar mejor nuestra experiencia aliviándonos de cargas que atentan contra el buen envejecer. De eso se trata, de saber envejecer. De no tratar a la vejez como el tacho de residuos donde se acumulan los errores de toda la vida Porque no hay errores de toda la vida. Los errores se hacen en el aquí y ahora. Tirarlos para atrás o para adelante es el modo en que nos estafamos a nosotros mismos.La cuestión más espinosa que afecta el envejecer es socio-cultural y también económica. No sólo los viejos, también los niños y los jóvenes se ven seriamente afectados por una sociedad en descomposición en donde cada vez menos gente puede acceder a puestos de trabajo y/o beneficios sociales justos. Se ignora la capacidad de los viejos y se los arranca de su trabajo por el simple hecho de cumplir tantos años. El salto hacia abajo de sus ingresos los empobrece de golpe. Son muchos, cada vez más, los mayores que necesitan servicios sociales, de salud, de reciclaje hacia nuevos intereses y lo que los gobiernos ofrecen está muy por debajo de las necesidades. No tienen posibilidades de traspasar sus experiencias en un mundo acelerado que sólo los ve cuando molestan. Tampoco saben cómo ni donde brindar las experiencias, sabias o no, que llevan a cuestas. Al no aprender de los errores de los mayores los jóvenes vuelven a repetirlos. La juventud sin buenos modelos de vejez se quema en su propio fuego creyendo que será joven siempre. Una sociedad necesita de la presencia de por lo menos tres generaciones -dicen los antropólogos- hoy coexisten más. Somos muchos más los mayores, menos niños, menos adolescentes, advierten los sociólogos. Habrá que pensar el mundo de una nueva manera. La actual está llegando a su fin.Por Lic. Dina Minster – psicoactualidad.com.
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