Primer acto: un funcionario público le declara la guerra a la corrupción en todas sus formas y promete rectitud en el ejercicio de sus labores.
Segundo acto: el denunciante funcionario interviene un organismo irregular a todas luces y reclama prisión para sus titulares.
Tercer acto: el mismo funcionario dispone la intervención del organismo corrupto y pone al frente a una persona de su confianza que no es un familiar, pero sí una referente de su espacio político.
Cuarto acto: instalado en sus funciones y con el visto bueno de sus superiores, el funcionario protagoniza una polémica al referirse de manera despectiva y desde su posición dominante a una empleada que trabajaba para él de manera particular.
Quinto acto: la empleada en cuestión denuncia graves irregularidades como cobros en negro o contratos relacionados al organismo intervenido.
Sexto acto: las primeras investigaciones revelan que el funcionario, que a esas alturas pidió disculpas por Twitter y se fue de vacaciones, nombró en ese organismo intervenido a otros varios conocidos y familiares con suculentos sueldos.
Séptimo acto y final: los jefes del funcionario, que también prometían rectitud y observancia en la función, sostienen que el denunciado es en realidad un gran tipo y que lo que se le achacan no son más que errores tontos que no merecen otro castigo más un tirón de orejas y acá no pasó nada.
No se trata de una obra basada en gobiernos pasados. Es una que gira en torno a hechos reales y concretos, construida con datos de la realidad.
No la protagonizan esta vez los De Vido, los Boudou, los Báez o los Kirchner. La desarrollan los Triaca, los Peña, los González y los Macri.
Es la historia misma de la Argentina contemporánea y sus protagonistas políticos que tanto daño le hacen a las prácticas democráticas. Es como dijo Peña, apenas un error de construcción. Es exactamente eso: la deconstrucción de un país muy dañado.
El final debería ser otro.
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