¿Por qué, entre todos los habitantes del océano, la ostra será especialmente muda? ¿Qué es lo que en ella doblemente calla?
Su secreto, sin duda. Dicen que la ostra es vergonzosa.
Tanto es así -y es una ostra la que escribe ya que no nos está permitido hablar- que las ostras sin perlas somos comidas vivas.
Piensen, los humanos que, en esta comunión de la carne, les develaremos la verdad; les enseñaremos los signos que les permitieron reconocer en nuestra piel pétrea y arisca, en nuestra pura negación, en nuestro no abrirnos más que al filo de un acero violador, la existencia del secreto, la perla.
Ellos aman las perlas que a veces nos constituyen, enriqueciéndonos.
Ellos adoran esa esfera perfecta, opaca, apenas translúcida, que es nuestra fría e inmensa manera de pensar a Dios. No saben que solo aquellas que pudimos traspasar el cuerpo rígido que nos aísla y protege, que solo aquellas que aceptamos la belleza inhóspita del mar, sus recelos, su furia, parimos y guardamos la perla, que es un don. Las que nos entregamos al mar, somos recompensadas.
La perla es un hijo nuestro y del mar.
Por ese misterio se han zambullido con un cuchillo entre los dientes generaciones de hombres y muchos han muerto. El hombre es un desesperado buscador de signos. Fue una época bella, casi heroica, nuestra violencia para ellos se llamaba: tiburón.
Nosotras mudas: inventaron que, introduciendo un grano de nácar en nuestro interior y criándonos con esmero, haríamos perlas para protegernos de la intrusión. Las hacemos sin duda. Perfectas y hasta negras; más reproducimos en negro, bellísimas y más oscuras aún que nunca.
No hacemos perlas en las ostras porque nos obliguen. Dejamos creer en su ciencia.
Aceptamos ese cuerpo -para ellos extraño- que para nosotras es el mar mismo y nos reproducimos a imagen y semejanza de sus fantasías.
Nos han ahorrado una dura tarea. Nos cuidan.
No nos comen vivas. Hemos establecido una alianza transitoria con el género humano. Ostras hermanas, en esta vieja y larga lucha, se dejan comer en bien nuestro. Gozan por ello. Y el hombre que depende de la voluntad de nuestra soberbia especie, cree seguir siendo el dueño de la creación.
No hay perla, ninguna, que sea igual a otra.
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