Uno fue general del Ejército argentino, político, diplomático y periodista. El otro languidece y necesita ser relanzado todos los años para autojustificarse.
Uno tuvo una actuación destacada como vocal de la Primera Junta y también como militar y figura pública a lo largo de toda la década que siguió al 25 de mayo de 1810. El otro es un tibio ensayo de federalismo.
A uno lo movilizó el amor por su patria. Al otro lo movilizan millones de pesos que van en una sola dirección.
Los une nada más que el nombre, porque después de esa coincidencia nada tienen que ver, por más intento de marketing político.
Si Manuel Belgrano se levantara de su tumba vería con tristeza el uso que el Gobierno nacional le da a su nombre a través de un mezquino y servil plan de infraestructura.
La dirección política que la administración nacional otorga a su pomposo Plan Belgrano tiene varias puntas y todas hieren. Fue promocionado por el macrismo como el resarcimiento del país centralista hacia las empobrecidas provincias del norte.
Anunciado como la puesta en valor de los distritos históricamente relegados más allá de sus colores partidarios, el plan en cuestión iba a ser la respuesta a varios males endémicos del norte como el desempleo y la pobreza.
Pero en lo que va de Mauricio Macri como presidente, el proyecto en cuestión solo resolvió las inquietudes de los distritos pintados de amarillo PRO. Tales los casos de Corrientes y Jujuy, que resuelven gran parte de sus necesidades a través del Plan Belgrano.
Misiones, en cambio, es una de las provincias que menos presupuesto per cápita en infraestructura recibirá aun cuando viene demostrando sintonía fina con el Gobierno central, cuyas respuestas no pasan de las felicitaciones.
Belgrano era otra cosa. Un hombre con convicciones federales y ansias de justicia social. Al plan, el nombre le queda grande.
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