Trabajar en un cementerio tiene un valor agregado que no muchos son capaces de aceptar, quienes sí lo hacen, los guardianes de seguridad, ven y escuchan todo desde las entrañas del camposanto. Hace unos años PRIMERA EDICIÓN fue hasta La Piedad y rescató las misteriosas historias, hoy las recordamos.
Como buen ser racional, el hombre trató de explicar durante siglos los secretos del universo. Para eso elaboró teorías, escribió libros y hasta creó la ciencia. Armó enciclopedias y volcó en ellas todos los conocimientos que adquirió en los últimos dos mil años, por lo menos. La razón lo obligó a catalogar, a clasificar y a darle un marco de credibilidad a todo lo que conocía.
Un día, el hombre quiso ir más allá de sus límites. Entonces, se preguntó qué era lo que había después del último suspiro. Volvió a hacer conjeturas, escuchó experiencias y construyó hipótesis. Pero esta vez, nada fue suficiente: la muerte salió victoriosa una vez más.
El que murió, murió. No va a aparecer de vuelta. Las cosas que suceden son casualidades, decía uno de los guardianes de ese entonces (en el año 2012), tratando de explicar lo inexplicable. El que habla no es un cientista dedicado a la investigación, aunque podría intentar serlo. Habla desde la experiencia: durante quince años cuidó las noches en el cementerio La Piedad de Posadas, cuna de mitos y leyendas que van desde lo cotidiano hasta lo irreal.
PRIMERA EDICIÓN fue un poco más allá y visitó a Rubén Ojeda, Nicanor Martínez y Rogelio Malisca, guardias del camposanto, quienes en aquel momento contaron los secretos de trabajar en un lugar tan particular y dejaron relatos de esos a los que el hombre todavía no le encuentra explicación.
Que las hay, las hay
Era viernes y la tarde caía pesadamente sobre la necrópolis posadeña. Los últimos rayos de sol, tapados en parte por oscuros nubarrones, garabateaban sombras débiles entre los nichos y panteones que se agolpan unos detrás de otros. La ciudad de las almas, que en teoría descansan perpetuamente, se prepara para pasar otra noche.
El primero en hablar fue Rubén, quien en aquel momento tenía 52 años y trabajaba hacía 18 en la Municipalidad. Antes ya había estado afectado a la guardia de La Piedad, pero había cambiado de destino para después volver.
Ojeda trabajó en los dos turnos, de día y de noche. Reconoce que, cuando baja el sol, el silencio y la oscuridad suelen jugarle una mala pasada a muchos.
De noche te tira un poco, más si te metés mucho la idea en la cabeza, pero no tenés que pensar en eso, porque si no, no vas ni acá a mitad de cuadra, reflexiona.
Rubén dice que en los pocos años que estuvo de noche no vio nada. Sin embargo, asegura que los ruidos extraños son normales. A veces se escucha como que alguien golpea, que se abren puertas, pero cuando vamos no hay nada. Muchos dicen que es el eco de los sepultureros que trabajan durante el día, pero yo no creo eso. Que las hay, las hay, se confiesa con una sonrisa.
Más allá de esos ruidos, Ojeda contó dos historias que vivieron sus compañeros y que erizan la piel. Da fe que son genuinas, porque vio los nervios y la palidez de los protagonistas.
La primera había ocurrido años antes de aquel 2012. Eran a las 21 y mi compañero se sorprendió porque vio que un señor de edad, de traje marrón y sombrero de antaño, que caminaba en medio de los panteones. Como a las 19 se cierra el cementerio y antes hacemos una recorrida para que no quede nadie, al guardia lo sorprendió y comenzó a dudar.
¡Señor! Ya es hora de salir, le advirtió el sereno con desconfianza. Yo voy acá nomás, le respondió con voz quebrada el hombre de traje, y volvió a meterse entre los mausoleos”. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al guardia, que se quedó mudo.
Como se dio cuenta y estaba solo, mi compañero no lo quiso seguir. Al rato, vino el otro personal de seguridad y fueron los dos, pero no encontraron nada. Ellos creen que era un espíritu que se hizo persona y andaba por ahí, cuenta Rubén.
El otro relato también ocurrió de noche, alrededor de las 23. Traigo estas flores para un pariente mío, le dijo una señora de vestido largo al compañero de Ojeda.
El sexto sentido del guardia se encendió: me contó que le agarró como un frío, pero igual no la dejó entrar. La mujer, resignada, se fue caminando por la vereda de Almirante Brown hacia Tomás Guido. Él la siguió con la vista, hasta que de repente, se esfumó como si se la hubiera tragado
la tierra. Nunca más la vimos.
La muchacha de blanco
Son cerca de las 19 y los visitantes comienzan a abandonar La Piedad. De a poco, el silencio vuelve a ocupar cada rincón del cementerio. En el portón de salida, donde todavía hay algo de movimiento, Nicanor Martínez se sentó a charlar con este Diario.
A diferencia de Ojeda, este hombre de 67 años y quince de trabajo en la chacra 60 asevera haber visto con sus propios ojos algo que su mente jamás pudo explicar.
Martínez también supo trabajar de noche y en una de esas jornadas bajo la luz de la luna vio que una muchacha vestida de blanco caminaba hacia él desde el centro del camposanto.
Desde la cruz mayor venía una piba, linda piba, bien rubia y de unos 25 años. Primero andaba entre los árboles y después por el camino principal. Me fui para decirle que tenía que irse del cementerio. Todavía estaba lejos cuando parece que me vio y se metió entre los panteones. Yo la seguí y estaba a unos cuatro metros detrás de ella cuando, click, desapareció de enfrente mío. Quedé nulo. Ahí ya no quise seguir y volví al portón, recuerda Nicanor, aún asombrado.
Ya es la hora. Martínez y Ojeda deben despejar el cementerio, pero antes de despedirse recomiendan hablar con uno de los guardias con mayor antigüedad en horario nocturno, Estanislao. Para eso, claro, habrá que volver más tarde, y no es poco: será necesario pasar la noche en La Piedad.
El caminante misterioso
De noche, todo cambia en la ciudad de las almas. La vista ya no llega tan lejos y apenas se limita a la iluminación artificial, que bordea el camino principal y llega hasta la cruz mayor. Después, oscuridad y lo desconocido.
El reloj marca las 22 y Estanislao ya tomó la guardia. Tiene 60 y llego al cementerio hace unos quince años, casi de rebote. Siempre trabajó de noche y reconoce que en un principio la cosa lo intranquilizaba, pero ahora afirma no tener temor.
Hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos, lanza en una de sus primeras reflexiones. Estanislao invita a una recorrida nocturna mientras charlamos.
Dice que todo tiene que ver con la mente y lo que nos imaginamos, y en parte tiene razón. Mientras camina, a un costado los pasillos oscuros entre los sepulcros se pierden en la noche y dan lugar a la imaginación. Después de la cruz mayor, en el centro del cementerio, las luces se acaban y más allá solo se adivinan formas irresueltas. La percepción va a mil.
El hombre cuenta que la experiencia le permitió superar sus temores.
Cuando empecé, me acuerdo que había un ombú gigante detrás del panteón policial. Yo iba y hacía la prueba para ver si podía pasar, pero la piel se me erizaba y no podía seguir caminando. Entonces, mientras volvía pensaba: si tengo miedo, tengo que irme de acá. Me iba a la capilla, me tranquilizaba y después de un tiempo pude pasar tranquilamente, cuenta.
De entre las miles de anécdotas que cuenta, hay dos que vale la pena resaltar. La primera había ocurrido unos diez años antes y, aunque en un principio era para infartarse, luego tuvo una explicación lógica. Era de madrugada cuando Estanislao escuchó el motor de un Citroën 3CV en la entrada del cementerio.
Salí afuera y vi que desde adentro parece que alguien venía volando. Ya había sacado mi revólver cuando desde el auto salió un muchacho y me gritó ¡pare! ¡pare! ¡es mi jefe!. Era un curandero que había venido a hacer una ofrenda, pero estaba vestido con bombacha y poncho blanco, y como corría, parecía que volaba, recuerda el guardia, y asegura que casi se muere del susto.
A un costado de la cruz mayor, en un banquito y de espaldas a la oscuridad infinita, Estanislao prefiere sentarse para contar la otra historia. Cruces y figuras angélicales aparecen y desaparecen detrás de sus hombros. La noche en el cementerio no es para cualquiera.
Una madrugada de 1995, Amarilla cumplía su guardia en el portón de entrada cuando notó un movimiento entre los panteones. Bajó las escalinatas y vio que desde la esquina Noroeste avanzaba hacia él una persona.
Presuroso, primero dio la voz de alto, pero el recién venido ni se mosqueó. La adrenalina aumentaba de a litros, Estanislao sacó el arma y disparó varias veces al aire pensando en que los estampidos detendrían al caminante, pero no. El tipo se venía a paso firme y la mente del guardia dijo basta.
Entré en shock y me desmayé. Eran las 2 y recién me levanté con el primer rayo de sol en la cara, a eso de las 7. Nunca supe qué fue eso, cierra el sereno en medio del misterio.
A su lado, Rogelio trata de encontrarle una explicación certera al caso. Esas son apariciones, dice el otro guardia, sin poder esconder el acento brasileño que trajo de las costas del río Uruguay, donde se crió. Y también recuerda cosas, como esa madrugada en que le sucedió algo similar a lo de Estanislao.
Eran las 5.40 y ya estaba clareando. De repente, viene para mí un tipo caminando, vestido de traje marrón. Lo veía entre los árboles, entonces me paro y lo sigo con la vista. Como dobló entre los panteones, fuimos con mi compañero a seguirlo, pero tampoco encontramos nada. Del hombre, ni rastros, recuerda el guardia y añade su explicación: para mí son apariciones, porque nadie entra acá, y si alguno lo hace por los muros, no se va a andar mostrando enfrente de nosotros, menos con esa ropa.
Ambos guardias siguen charlando en la entrada del cementerio, lugar como pocos si los hay. Los autos ya no circulan por la avenida Almirante Brown, mucho menos los peatones. El silencio lo envuelve todo alrededor de La Piedad. La medianoche está cerca y comienzan a escucharse ruidos desde adentro.
Hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos, repiten los guardias en la despedida. Y después, como en las historias, los dos se pierden en medio de la oscuridad.
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