Éramos nueve mujeres compartiendo una cena de cumpleaños, todas profesionales, en un rango de edad de 26 a 65 años. Ante la pregunta casual sobre si alguna había sido acosada alguna vez, todas respondimos afirmativamente. Ante la pregunta sobre quién lo había denunciado, todas respondimos negativamente.
Quizás por vergüenza; quizás por miedo; quizás porque lleva un largo tiempo admitirlo para una misma; quizás por creernos culpables; por pensar que nadie nos va a creer; porque el testimonio a veces es puesto en duda hasta por una amiga; por la pregunta que sigue a este tipo de hechos: y vos ¿qué hiciste? ¿Qué ropa llevaba puesta?
Lo cierto es que ninguna de nosotras había hecho frente a una cultura del acoso, del abuso, de la violencia, de la desigualdad tan arraigada, del desequilibrio de poder.
Esta cultura machista se tambalea para llevarnos a replantear conductas naturalizadas e invisibilizadas. El movimiento ni una menos, fue el punto de inflexión a partir del cual se instaló en la agenda pública el hartazgo de años y años de micro y macro machismos; de vivir bajo el mandato de masculinidad; de vivir bajo una moralidad sospechada por el solo hecho de ser mujer.
Cada vez que una víctima confiesa este tipo de delitos empodera a otras mujeres, les da coraje, otorga esperanza de que su testimonio sea tenido en cuenta, la hace sentir acompañada, permite tomar conciencia de que no es necesario probar ante la sociedad que no merecías ese tipo de trato, que aquello que te hace sentir incómoda no tiene porqué seguir siendo de esa manera, que si alguien te toca o te fuerza no está bien.
No quiero entrar en la polémica de quien se considera o no feminista, quiero hablar de una lucha por poner fin a la violencia. No hablo de hormonas, hablo de una convicción ética, hablo de tomar acciones en la vida diaria para no reproducir esas desigualdades e intentar modificarlas.
No se trata de una guerra entre hombres y mujeres, hablo tanto a los hombres que tienen los privilegios en esta sociedad como a las mujeres colonizadas por el machismo y el patriarcado, los invito a animarse a replantear los vínculos para lograr una sociedad más sana.
Digamos basta a eso que nos molesta. Yo comencé al principio con cuestiones pequeñas, retirarme de esos grupos de chat en los que la misoginia se presentaba disfrazada en un chiste o video; me animé a expresar la incomodidad ante actitudes de ese tipo; me animé a contar que por un largo tiempo una persona me persiguió y me acosó y lo enfrenté, no solo a esta persona sino a todo el entorno que lo apoyaba, a poner en palabras los dolores y perjuicios que me causó su accionar.
Si bien en términos legales, poner la mano en una rodilla no es delito, en términos sociales significa quizás un momento incómodo para alguien. Lo mismo ocurre con algunos piropos y así en toda su extensión, en la forma de tratar a una mujer, e incluso en la forma de mirar, que puede resultar normal o repugnante, no tenemos que seguir aguantando.
El clima de igualdad social propicia que quien sufre este tipo de violencias se anime a decir basta, empodera para poder elegir.
Tanto el acoso como el abuso y la violencia sexual tienen sus raíces en los históricos desequilibrios de poder entre hombres y mujeres. Es por eso que la igualdad de derechos y la representación son tan importantes.
Replanteemos todas estas conductas naturalizadas, insensibilizadas, revisemos los roles desde la crianza, repensemos la ciudadanía de una manera inclusiva, enseñemos al mundo a mirar desde el amor.
Cada género tiene su especificidad, valoremos las cualidades de cada uno para generar valor a partir de las diferencias en tanto somos todos seres humanos.
Gracias a las que abrieron el camino
La única vía de lograr una simetría social es avanzar, trabajar y construir juntos. Vayamos por una sociedad en la que podamos elegir, desde esa libertad estaremos en paz.
Discussion about this post