Hay que pensar en los 90 y principios de los 2000 como un momento clave en la obra de Daniel Guebel. Especie de figura geométrica hecha de cuatro vértices, cuatro libros que nos importan, en los que se juega la posibilidad de pensar una serie de temas que, de un modo u otro, reaparecen en el resto de su obra, pero que allí fueron llevados a un extremo, casi, radical. Por un lado, El terrorista y El perseguido. Del otro, Matilde y Nina. En las cuatro se trata de la contingencia del desdoblamiento, de la figura del doble, y por lo tanto de la pregunta por la identidad. Luego, como un set de mamushkas, cada uno de esos pares agrega una vuelta de tuerca, una miniatura propia.
En El terrorista aparece la cuestión de los medios de comunicación -en clave de ironía crítica- y también la del desdoblamiento como forma de usurpación de la identidad. En El perseguido, la usurpación se vuelve asunto más urgente, lindante con la utopía de una fuga imposible.
El otro par comienza con Matilde, que introduce pasos de falsa comedia psicológica sobre el amor, para desembocar en una reflexión sobre la tensión entre mismidad y otredad, en forma de sucesión sentimental, a punto de ser un triángulo amoroso que no termina de concretarse.
Nina cierra el ciclo volviendo sobre lo amoroso, el triángulo y la cuestión de la identidad. Todo ocurre como si en los 90 Guebel se hubiera propuesto escribir dos veces la misma novela, una y otra vez. Como si el trabajo sobre la diferencia y la repetición -asunto central en los cuatro textos- se expresara también en la propia escritura: escribir dos veces lo mismo multiplicado por dos, de modo de, en verdad, desarmar las mamushkas y proponer a la literatura como un juego de espejos. Un simulacro hubiéramos dicho en esos viejos 90, pero ahora es mejor nombrarlo bajo la invocación del artefacto: aquello que se sostiene solo. Puesta en cuestión la noción misma de originalidad (o dicho de otro modo: la originalidad reside en la repetición), la prosa brillante de Guebel se vuelve sobre sí misma, referencia final del sentido. O también: el proyecto de esas novelas consiste en achicar al máximo el contexto.
Matilde fue publicada en 1994 en la colección Narrativas Argentinas, que editaba Luis Chitarroni en la editorial Sudamericana. Ahora acaba de ser reeditada. En estos casi 25 años no perdió un ápice de interés (lo cual es obvio: 25 años es un suspiro para los tiempos de la literatura). Fuera de lo ya dicho, Matilde es también -y me animaría a decir, sobre todo- una gran novela sobre la interpretación. Sobre cómo entender lo que nos ocurre. Sobre cómo comprender la experiencia. Sobre el estatuto de eso que, por comodidad, llamamos lo real.
Matilde deja a su esposo al caer enamorada de Emilio. Emilio, algo perplejo, la acepta y ambos parten a vivir juntos. Luego Matilde desaparece -ocurre una serie de peripecias inverosímiles- y en la vida de Emilio aparece una arquitecta que troca por propio el amor que le profesaba Matilde. Transformación, desdoblamiento, continuidad narrativa. En Matilde, Guebel roza la perfección.
Y además, un personaje más. Tal vez secundario en la historia pero central en el texto. Un personaje que funciona como la bisagra de la reformulación de la narración, de la expansión del sentido, de nodo por el que pasa el motor del artefacto narrativo de Guebel. Llamado Esteban, opera como una especie de consejero, de confidente de Emilio. Pero en los hechos es quien pone en cuestión la realidad, la experiencia de lo acontecido, e incluso el propio verosímil de la narración. Las escenas con Esteban abren la narración a la cuestión de la interpretación. Una y otra vez, coloca la posibilidad de la inexistencia de lo real.
La frase clave aquí es: precisar el sentido de la pregunta. A medida que avanza la novela, el sentido de la pregunta, al contrario, se vuelve más impreciso, más polisémico, más abstracto (el modelo del artefacto vuelve abstracta a la narración). Esa imprecisión es un efecto buscado, un efecto logrado, que es el del propio desplazamiento: la pregunta se desplaza, se reformula, se aleja. Y luego se repite para recomenzar una y otra vez. En un momento, Esteban exclama: Ah, Emilio, en tu futuro solo veo infortunios. No sería extraño que, vuelta desde su abismo, Matilde ya no te pudiera reconocer. La identidad se difumina, se esfuma, muta, se vuelve borrosa. Se ancla en la perplejidad. Matilde, como la mayor parte de la obra de Guebel, hinca en ese hiato sutil, leve, pero no menos dramático. Más tarde todo llevará al derrumbe.
Fuente: Télam
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