Doce días pasaron ya y el cielo no volvió ni volverá a mirarse con los mismos ojos; la calidez de cualquier brisa del norte aún hiela la sangre y una mínima nube es capaz de motivar una plegaria. Es que el viento se lo llevó todo, se adueñó de vidas y de almas, del trabajo de muchos años, del pasado y el porvenir. Después de aquella madrugada del 12 de junio ya nada será igual.
Tres niños perdieron a su padre, su único sostén económico, esa mañana; otros tres a su madre, una mujer que dedicaba su tiempo al hogar, al cuidado de sus pequeños y a su esposo, poco después. Dos familias intentan armar cual rompecabezas la cotidianidad que el tornado les arrebató, intentando mantener la mirada al frente, aguantando el dolor y poniendo la espalda porque “hay que salir adelante”, porque “la vida debe continuar”. Sin embargo en sus ojos nublados de lágrimas se percibe el temor a no saber encontrar el rumbo.
Los escombros de cinco casas, Studinski, Sedruk, Benítez, Parfiñuk (donde falleció José Carlos Lester) y Pires, que cedieron por completo a las ráfagas de entre 200 y 300 kilómetros por hora, dan cuenta del zigzagueante fenómeno, que pareció escoger a dedo a sus víctimas.
Sus pertenencias se diseminaron a kilómetros a la redonda, desde entonces no es extraño caminar por un yerbal y encontrar un tenedor o la tapa de una olla, un álbum de fotos antiguo, una prenda de vestir o una muñeca que alguna noche acompañó a una pequeña a su camita.
Y ni hablar de chapas abrazadas a troncos que hasta hace muy poco eran árboles, pinos o eucaliptos, celosamente cuidados porque en ellos estaba el dinero para el próximo tractor, la camioneta o la ampliación de la vivienda.
En su desenfrenado andar el tornado inutilizó además las instalaciones de la Escuela 69, por tanto aún los niños continúan sin clases, pese a que una iglesia cercana ofreció su espacio hasta tanto se pueda volver a poner el edificio en condiciones, sin embargo, según los vecinos, el Ministerio de Educación todavía no autoriza esta alternativa.
“Como nuestros abuelos”
Y entonces resurge aquella modalidad que sentó las bases de gran parte de esta provincia. El “pucheron”, palabra que los primeros inmigrantes adoptaron del vocablo brasileño para resumir el más sincero sentimiento de empatía.
Herramientas en mano, los vecinos se dieron cita donde los más afectados. Y el que entiende de construcción, revisó las bases que quedaron, montó andamios y se dispuso a levantar lo caído. Igual pasó con las instalaciones eléctricas, con los corrales de animales, con la limpieza, que demandó (aún no se culmina) muchas horas de motosierra, hacha y machete.
Los materiales, un poco de todos lados, donaciones que llegaron desde los poblados cercanos, organismos del Estado, dinero que alguien acercó en el más sincero anonimato, porque “aquí no se trata de compartir en las redes sociales, aquí hace falta volver a trabajar” o, simplemente, alguien que entendió que podía ser útil levantando el tejido de un gallinero metió la mano en el bolsillo y alzó la voz para peguntar “quién va al pueblo, me trae clavos, por favor”.
Porque “esto es la colonia, vecinos separados por cientos de metros, que tal vez nos cruzamos algún domingo en la iglesia, pero que sabemos del esfuerzo, del trabajo, de la importancia de estar cuando se nos necesita, porque es lo que nos enseñaron nuestros abuelos, nuestros padres, porque fue de esta forma como se hizo esta provincia”, dijo un colono y continuó tomando las medidas de los tirantes para un techo.
Mientras, más allá un grupo de mujeres daba forma a “chipas amasadas” que freían sobre la plancha de una cocina a leña montada sobre una hoguera que los adolescentes se ocupaban de mantener viva.
Obviamente en ningún momento faltó el mate, que alguien servía al pasar y compartía con quienes estaban más cerca. Dulce, amargo, lavado, fuerte… el sabor era lo de menos, de lo único que se trataba era de reunir más fuerzas para seguir o comenzar, “porque es tanto lo que hay por hacer que, simplemente, por momentos no se sabe por dónde empezar”.
Una docena de días pasaron, jornadas en las que el clima no acompañó, atardeceres relampagueantes que reavivaron el fuego y el estruendo que muchos aseguran haber visto y oído la madrugada del 12 de junio, así que aún hay mucho por hacer y muchos por quienes seguir adelante, principalmente los niños, que poco entienden de estas “cosas del destino”, que perdieron a su papá o a su mamá y deberán lidiar con ello para siempre.