
La actividad comienza casi dos horas antes de que salga el sol en la colonia de esta localidad. Los adultos van a la chacra y los chicos se preparan para atravesar la gran distancia que los separa de la escuela.
No hay colectivo, camino ni posibilidades de ir en bicicleta. Y los cerca de 20 chicos que viven en la picada del kilómetro 65, en el paraje Río Victoria, saben que no sólo tienen que caminar ocho kilómetros de ida y vuelta -una parte de ellos en pleno monte- sino que también deben cruzar por las aguas de un arroyo.
En el campo todo gira alrededor del clima. Para los chicos que van a la escuela, el invierno es sinónimo de pies helados después de cruzar el arroyo y la lluvia implica mucho más que mojarse o llegar embarrados al aula, pues marca el riesgo de tener que enfrentar el crecimiento del caudal del agua para poder volver a sus casas.
Para llegar a la Escuela 352 tienen que cruzar un arroyo que, en épocas de sequía como en la actualidad, tiene unos seis metros de ancho entre orilla y orilla. Pero el agua corre con fuerza y el caudal aumenta rápidamente cuando llueve. Mojarse hasta las rodillas -en el mejor de los casos- es inevitable y en invierno es más difícil aguantar las temperaturas heladas del arroyo. No es casual que los chicos se enfermen mucho; casi todos viven con catarro, tos y congestión.
Ausentismo anunciado
PRIMERA EDICIÓN estuvo en la colonia el último lunes, durante una mañana de intensa lluvia en San Vicente, y no encontró un solo niño que haya ido a la escuela.
“Las maestras y profesores de mis hijas conocen esta situación que las hace faltar a clases, no puedo mandarlas bajo la lluvia y exponerlas al peligro del arroyo crecido. Por el tiempo no pudieron ir el jueves y viernes pasado, y tampoco hoy”, admitió María Ferreyra, madre de siete hijas mujeres. La historia de esta familia es similar a las de otras 30 familias que viven en esta picada rural cuyo paisaje es bellísimo.
Pese a todas las dificultades, las hijas de María asisten a la Escuela 352, salvo las mellizas Luján e Itatí que sólo tienen un año.
Cecilia cumplió seis y va al primer grado y Serena a tercero. Mariana ya está en primer año de secundaria y Thalía en segundo. La hija mayor, Marilín, terminó la secundaria y quiere ingresar a la Gendarmería Nacional.
“Todavía no sé lo que quiero seguir pero mi papá quiere que entre a la Fuerza”, confió Mariana mientras bajaba por un sendero empinado para mostrar el arroyo que todos los días cruza para ir a la escuela. No es un capricho de su papá: es casi la única opción de formación para los jóvenes de la zona.
La otra alternativa es caminar un par de kilómetros hasta llegar a la ruta 14 y tomar el colectivo (cuyo pasaje sale 40 pesos) hasta San Vicente (ubicada a doce kilómetros). Y después desandar el recorrido para volver a sus casas.

El valor de la educación
Pero estudiar es la posibilidad de tener un trabajo y una vida menos sacrificada que en el campo. “Para nosotros es muy importante que ellas estudien, porque el trabajo en la chacra es muy sufrido. Me gustaría que mis hijas tengan un mejor ingreso que nosotros”, contó María, que hizo hasta séptimo grado. Su marido, José Andrade, llegó hasta sexto.
Y pese a las ausencias, a llegar muchas veces embarradas y cansadas al aula, las chicas Andrade se destacan como estudiantes: Mariana fue abanderada del nivel primario, mientras que Thalía y Marilín fueron escoltas.
Creo que los docentes valoran mucho el sacrificio que hacemos para ir todos los días a la escuela. Hemos hablado con la directora y un profesor porque cuando el tiempo está lluvioso ellas, lamentablemente, no pueden ir a la escuela. Por esa razón, a veces pasan muchos días y hasta semanas sin ir a clases. Este problema lo tienen todos los chicos de la picada”, señaló María.
No es tarea sencilla garantizar la educación de los niños de la picada, los más chiquitos que van al Nivel Inicial suelen cruzar el arroyo en brazos de sus padres para poder emprender el camino al aula. Pero hasta los más chicos tienen que arreglarse solos con el tiempo, “cuando Cecilia iba a jardín nosotros la llevábamos en brazos para cruzar el arroyo y la esperábamos para volver a cruzar a la salida de la escuela. Ahora cruza sola, todos los chicos tienen que aprender a hacerlo porque no queda otra opción. Van marcando con un palo la profundidad para evitar el pozo que hay en el arroyo”, contó su mamá.
Promesas incumplidas
Las promesas de construcción de un puente peatonal vienen desde hace muchos años, incluso antes que nacieran la mayoría de los chicos de la colonia. La gente de la zona es tranquila, cálida, acostumbrada a trabajar duro y a esperar tiempos mejores. Pero muestran señales de estar cansados de no ser prioridad para los que tienen el poder de decisión: ahora ya no quieren sólo una pasarela, piden que se construya un puente que permita pasar autos. Es que del otro lado del arroyo no sólo está la escuela, también la iglesia y el centro de salud.
Ya no quieren paliativos o parches. Durante un tiempo, algunas familias improvisaron una pinguela con un tronco de unos ocho metros de largo. Los chicos cruzaban el arroyo haciendo equilibrio sobre por el tronco. Hasta que un día de invierno del año pasado el tronco se rompió. Thalía y Marilín recuerdan muy bien ese día porque fueron ellas las que estaban sobre el tronco cuando se quebró, cayeron al agua y se mojaron todas sus carpetas y útiles. Pero fue sólo un susto más en el arroyo, de esos que no suelen ser noticia en los medios.
“Desde hace muchos años pedimos que hagan un puente. Presentamos muchas notas, incluso al intendente anterior (el actual lleva tres gestiones en el poder). Nos van llevando de un día para otro y pasan los años y seguimos sin puente. Incluso, en 2012, los concejales sesionaron en la Escuela 352 y en esa oportunidad, la concejal Clelia Carballo del Partido Agrario y Social (PAyS) presentó un pedido para hacer el puente y en ese momento se comprometieron a construir, por lo menos una pasarela”, recordaron los vecinos.
“Las familias de la picada esperamos muchos años y ahora ya queremos un puente en el que podamos cruzar con autos, no solo una pasarela. Del otro lado del arroyo también está el centro de salud y para llegar tenemos que dar toda la vuelta para salir por la ruta, son unos 10 kilómetros, cuando está sólo a cuatro kilómetros cruzando el arroyo”, contaron.
Por Gisela Fernández, enviada especial