La juventud no es un tiempo de la vida, es un estado del espíritu. Un número no puede determinar una forma de vivir, pues si la actitud se mantiene fresca y jovial, nada es imposible. Si no basta sentarse un par de segundos y observar a Ernesto Bratz, “el peluquero de la Capital Nacional de la Orquídea” que con sus “jóvenes” 92 años continúa ejerciendo su profesión, además de estar al frente de su comercio, sin dejar de lado la huerta y prestando siempre atención a sus yerbales y demás plantaciones.
Aunque asegura que ya no quiere contar más historias, es la principal fuente de consulta, sus ojos celeste cielo parecen perderse en anécdotas que no son más que la historia de la ciudad y la suya propia y comienza su relato. “Nací en 1926, mi mamá y mi papá eran pioneros, llegaron a principios de la década del 20, pero ella enfermó, tenía una úlcera, y por su problema de salud viajamos a Alemania, fui a la escuela allí y en abril del 42 comencé a estudiar Peluquería, allá son tres años de estudio, quería ser panadero pero mi papá dijo que no porque yo no me quería levantar temprano, y hasta hoy trabajo, sigo trabajando”.
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“En abril va a hacer 77 años que trabajo; empecé en el 42 hasta el 48 en Alemania, después volvimos y el 1 de noviembre abrí en la calle Lavalle, el banco era una tabla sobre unos tocos, no tenía nada, el espejo estaba en la esquina apoyado en una tabla, lo había traído de Alemania, ahora está en el museo”, confió y añadió que sólo trajo “herramientas y una bicicleta que cuando puse la ventana del local la entregué al que la hizo y me fui a pie. No tenía domingo, feriado ni hora y en el 52 tenía un localcito pequeño que a medida que tenía plata iba agrandando”.
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La Segunda Guerra Mundial azotó Europa entre 1939 y 1945, años difíciles que Bratz debió afrontar allí, pero “tuve suerte, automáticamente me hicieron ciudadano alemán, por mi padre, y mi clase, la 26, hasta la 28, estuvieron en la guerra, pero sólo estuve tres semanas con uniforme, no maté a nadie, ni un tiro largué”, recordó. Incluso durante este tiempo tuvo oportunidad de alcanzar este oficio, “un tío conocía un peluquero que tenía cuatro sillas para hombre y dos para mujer, habló con él pero le dijo que no quería más aprendices, decía que son todos locos, pero al final lo convenció y dijo ‘vamos a probar un par de semanas’, estuve unos días y me aceptó, son tres años de estudio. Me gusta el oficio”, dijo.
“Vivíamos en una ciudad de siete kilómetros, una noche los ingleses tiraron bombas, murieron más de 20 mil personas, y se quemó completamente, en el 73 hice un viaje para conocer a mi hermano y todo estaba reconstruido a nuevo, acá para hacer un puente cuánto tiempo se necesita”, reflexionó y añadió que “es mucho más ordenado, tenía 72 meses de peluquero, tenía todos los certificados donde trabajé y cuando cumplí 65 automáticamente vino un sobre con un cheque, con el que hicimos cuatro o cinco viajes; acá pagué 39 años de jubilación y cobro el mínimo”.
En Misiones
“Cuando empecé a trabajar Montecarlo era pura tierra, estaba el hotel y un carpintero que se fue a Caraguatay, más abajo un mecánico y una casa de dos pisos, la Cooperativa con el edificio de madera”, memoró e hizo hincapié en que “Montecarlo creció, es un pueblo limpio, acá hay mucha gente que trabajó mucho, que llegó muy pobre y luchó por un mejor pasar”.
“Amo a mi país, recorrimos mucho, fuimos a Norteamérica, dos veces, a África, a España, Alemania, pero siempre me tira la tierra colorada, la ruta 14, qué hermosa, las Cataratas del Iguazú, tenemos gente buena”, mencionó y entendió que “quizá falta un poco de mano dura y es una pena, nuestro país es tan lindo, con tanta riqueza y no pasa nada, hicieron la huelga pero era toda gente pagada, yo no pertenezco a un partido, no me quejo, en noviembre voy a cumplir 92 años y estoy trabajando todavía, tengo mi huerta también, aunque ahora me cuesta plantar; hace sesenta años planté pino, con un palo hice el hoyo y puse la semilla dentro, ahora son enormes, pero no puedo venderlos, no valen nada, también tengo yerba, amo a mi patria”.
Aunque esto no es todo, junto a su esposa, “una mujer muy inteligente”, tiene una regalería, que “empezamos sin nada, sólo con unos peinecitos y una bolsa de mate, pero no debo a nadie, no me quejo, únicamente que nuestro país no anda”, asintió este hombre para quien no existen los títulos, “todos son todos iguales, puede venir el intendente que lo dejo esperando hasta que termino con mi cliente”.
Y entonces recuerda que ya no quiere dar notas, “porque dicen que los peluqueros somos todos mentirosos”, introspección que sólo perdura en él un par de segundos, pues nuevamente su mente acerca algún hecho, personal o de la ciudad, y vuelve al relato, siempre atento a cada detalle, sin pasar por alto fecha, hora, personas que lo acompañaban. Y el tiempo pasa… pero sólo en los relojes.
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