El escritor usa las palabras para presentar ideas que envuelven al lector.
Después introduce ritmos y luego un tema; piano al frente, violines al fondo.
Detrás hay una sinfonía psicológica, una trampa para la mente que toma por sorpresa al lector y lo transporta a otro mundo, un mundo que hace que le dé gusto haber leído.
El haiku me enseñó cosas que yo necesitaba saber. Me enseñó que la lengua es un instrumento de precisión afilado por la historia y por el uso.
Me enseñó que el mundo es mucho más complejo, intrincado y sorprendente de lo que yo sospechaba, y que si mantengo los ojos y la mente abiertos, siempre habrá tela que cortar.
El haiku me enseñó sobre todo que en la redacción no hay magia sólo trabajo, honradez, valentía y fe. Y yo aprendí sus enseñanzas.
Si nunca comprendió cabalmente estas cosas, no tiene importancia.
Si lo hago mal me ganaré un entrecejo fruncido: si lo hago bien, una sonrisa.
He ahí lo que hace de la escritura algo real, algo serio: provocar la sonrisa del haiku y la del público.
Para mí, los dos son uno y lo mismo. Es una pena que él no lo supiera.
Colabora
Aurora Bitón
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