En épocas de esplendor, las cultivó en una propiedad que poseía en Corpus, convirtiéndolas en la mayor plantación del cítrico de América.
Nacido en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Fornasari llegó a Misiones en busca de nuevos horizontes. Estudiaba ingeniería en Córdoba pero su padre no podía afrontar los gastos de la pensión. Cuando le envió el último giro le sugirió que guardara dinero para comprar el pasaje de regreso. Entre lágrimas recordó que volvió fracasado.
“Ésta es tu casa pero tenés que pensar que ya sos hombrecito y hay que laburar”. Después de varios intentos, pidió al diputado Castagnino, un exdocente suyo, que le consiguiera un trabajo “lindo y bien lejos”.
A los pocos días el político apareció con un sobre que contenía un pasaje de tren desde la estación Federico Lacroze hasta Posadas, porque había sido designado al Banco Nación de Eldorado.
“Corrí a buscar un mapa para ver dónde quedaba. No sabía nada. Me vine un día de lluvia. Desde Posadas viajé en un colectivo que no tenía vidrios, y lo tuvimos que empujar por varios kilómetros. Salí a las 4 y llegué a las 20, sucio, embarrado, sin saber adónde iba a ir a parar”, agregó.
Tenía apenas 21 años y en la Capital del Trabajo permaneció durante los cinco restantes. Siendo empleado entabló una relación con Delia Mónaco, quien luego sería su esposa.
A partir de ahí conoció la fábrica de esencias de naranja, mandarina, limón y apepú que Francisco, el padre de la joven, había construido manualmente. “Él era una bella figura, un argentino-italiano, hijo de fondistas, que venía fecundado y nació en Mendoza”, contó.
Mónaco era mecánico y tornero. Residía en Buenos Aires cuando un empresario de Bella Vista, Corrientes, le pidió que le arreglara una máquina para extraer esencia, y se quedó en el Litoral.
Después, de forma manual, confeccionó la propia, atraído por los cítricos que en Corpus habían quedado de los jesuitas (naranjas, apepú). Sabía que era fruta que se conseguía gratis y que se echaba a perder sin que nadie la ocupara.
Se instaló en la casa que actualmente utiliza Fornasari pero no tenía fondos para mover la producción. Fue entonces que se contactó con un socio. El financista le daba el dinero para que trabajara y Mónaco tenía que mandar las esencias a Buenos Aires para que éste las comercializara.
“Usted te pensás casar…”
Un día el futuro suegro le dijo a Fornasari: “Usted ¿te pensás casar con mi hija? Este lo miró un ratito, tomó aire y continuó: “¿a qué viene su pregunta? Es que a fin de año termino el contrato con mi socio y si usted se casa con mi hija le doy mi casa en Núñez, Buenos Aires, le pongo la oficina y me vende la esencia. Bueno, le contesté”. En 1957 le facilitó la casa, un escritorio, una mesa y una silla. “No tenía teléfono, no tenía auto, no conocía a los clientes porque el socio se había llevado todos los contactos. No sabía qué era la esencia. No sabía nada. Pero tomé una responsabilidad que había que cumplir”, argumentó.
Mónaco fabricaba esencias de naranja, mandarina, apepú, pero por sobre todo limón y las enviaba. Fue así que “me hice un sótano enorme. Desde Misiones la esencia llegaba en tambores que transportaba el ferrocarril, entonces alquilaba una camioneta y traía los recipientes a la casa, por una de las ventanillas del sótano que daban al patio descargaban la esencia y mandaba los tambores de vuelta. Así me hice conocer. Tenía organizada la venta, arreglaba el reparto mediante el alquiler de la camioneta. Vendía a particulares, a laboratorios de perfumería, de cosmética, para jugos, alimentos”, recordó sin poder evitar que la emoción lo embargara de forma continua.
“Cruzando la calle había una señora que tenía teléfono. Primero me prestaba la guía, después el teléfono y después arreglé que me diera el número y le dije que por cualquier cosa mis clientes la iban a llamar”, agregó, mientras estrujaba entre sus manos la fruta que, sin querer, lo asomó a un mundo desconocido. Después de un tiempo, hablando con un hombre en Buenos Aires, “me preguntó qué hacía y le conté.
Me dijo tengo a mi papá de 72 años que trabajó muchos años en el rubro, acá en Buenos Aires. Pedí que me lo mandara. Cuando vino el viejito resultó ser el secretario del socio de Mónaco. Así que de la mano me llevó a visitar a todos los clientes y les explicó quién era yo. Empecé a vender, a vender, a vender y me hice conocido en el mundo de las esencias”, comentó quien se reconoce como misionero por adopción “pero no dejo de querer a mi pueblo”.
Un día Mónaco fue a Buenos Aires, a la casa de Fornasari, y le preguntó: “¿qué plata tenemos? Qué sé yo, contesté. Entonces fue al banco y volvió como a las dos horas con un sobre blanco, largo. Mirá acá está la plata, me dijo. Eran los pasajes hacia Italia para él y para su esposa, y de un Siam Di Tella 0 kilómetro que se compró y llevó junto”.
Su pueblo, Castellana, estaba sobre el Adriático, en la provincia de Bari. Su yerno le pidió que si viajaba a Italia fuera a Calabria y visitara a un ingeniero amigo que había conocido en una fábrica de esencias de Concordia, Entre Ríos. Cuando este hombre lo recibe, manda saludos a Fornasari y cuando se despide le entrega una ramita con una yema lista para brotar, y remata: “esto se lo mando a Cirio. Viene la bergamota y empieza la historia de este cítrico que sólo en esa parte de Italia se producía”.
Allá por 1962 Mónaco trajo la ramita y fue a la chacra donde tenía el vivero de cientos de plantas de limones, injerta la yema y salen dos plantas. Cuando estaban a una pequeña altura, viajó a Buenos Aires a visitar a su yerno. Como ese día había llovido, el personal había hecho trasplantes. Cuando regresa pregunta por “aquella plantita”. Pero nadie sabía.
“Saltaba como una araña porque la habían perdido. Pasaron tres años y estaban arrancando limones cuando un peón le dice: don Francisco sienta qué perfumado es este limón. Apareció una planta y le hizo un alambrado alrededor. Y de ella salió todo lo que hay en la provincia y en el país. Ahí empecé a trabajar yo. Es decir, en cierta medida soy el culpable de todo esto”.
Pasaron los años y allá por 1970 o 71 apareció una producción primaria. Era una fruta verde, similar a la que ahora Fornasari manipula entre sus manos. En la ansiedad de saber qué hacer con ella, “la procesamos, no me acuerdo adónde. Se elaboró una botellita y se mandó al italiano que, en una carta muy conceptuosa, me felicitó por la calidad del aceite”, acotó este amante de la radioafición y de las orquídeas.
En ese momento el suegro ya había dejado de fabricar y las máquinas se habían vuelto obsoletas. No había electricidad así que había que tirar la polea para arrancar el motor. Entonces Fornasari se encontró con que disponía de la producción pero no tenía fábrica.
Producto de una indemnización recibió un camión balancín con el que pasó por una fábrica de jugos que había cerrado y, observó, tirada a la intemperie, una máquina extractora de esencias.
“Hablé con el gerente que estaba en Buenos Aires y le dije que la necesitaba. Me dijo dame 10 mil dólares y es tuya. Eso hice. La cargué, la traje, entre nosotros la restauramos y sigue funcionando”, explicó.
Como el negocio funcionaba, se empezó a plantar. Al punto que no quedó un solo rincón de la chacra al descubierto. Y llegó el momento que “nos sobrepasó la producción a la capacidad de elaboración. Tenía mercadería y no podía vender”.
La Cámara de Diputados de Misiones declaró de interés la actividad y aunque “nunca me sirvió para nada me facilitó direcciones del exterior, y desde el Gobierno provincial preguntaron a todas las embajadas quienes eran los consumidores de aceite y me mandaron un listado”.
Un día vino un señor que hasta ahora Fornasari no sabe quién era y le preguntó si tenía aceite esencial de bergamota. “Sí, le dije. ¿Cuánto tiene? ¿Cuánto necesita? Todo lo que tenga. ¿Seguro?, mire que tengo diez tambores. ¡Son míos! Y ¿cómo hacemos? Me lo exporta… Yo no tenía idea. Mañana vengo y le digo, me contestó y se fue. Pensé: este es un piola… Pero volvió y me dijo: pinte los tambores y llévelos a Ezeiza. Mi secretario en el patio interno estaba meta pintar. Cargamos la camioneta y se fue. Y ¿cuándo cobro? Vaya al Banco Mercantil y le van a pagar. Y así sucedió. Había vendido unos diez tambores de aceite que significaba una millonada de dólares”, recordó Fornasari, al tiempo que aclaró que “ésta historia no significa nada porque no tengo nada. Aunque Dios todo me lo regaló”.