
Es una tarde calurosa de verano y la casa ubicada en la avenida Tres Fronteras todavía conserva el mismo aspecto acogedor que le imprimió Eduardo Reynoso cuando la construyó. La calle no era más que un camino de tierra bordeado de grandes árboles de los que colgaban lianas de güembé, y el pueblo no tenía ni 3 mil habitantes. Ingresar al terreno, trasponer el portón que lo separa de la vereda, es al mismo tiempo atravesar una frontera donde el paso del tiempo queda al descubierto en la corteza resquebrajada de los añosos pinos y palmeras dispuestos prolijamente en el jardín. Ya no quedan muchas propiedades con tanto espacio en el centro de la ciudad, por lo que proponen a “Nena” Goetze charlar en el corredor. Pero el ruido incesante del tráfico de la avenida obliga a entrar a la sala donde se respira otra atmósfera, donde el bullicio ya no interrumpe la charla. Entonces “Nena” comienza a contar algunas curiosidades de su vida, desde el día que vino al mundo, en Itatí, Corrientes.

De tanto construir caminos los hijos de don Juan (Hans) Goetze nacieron por donde él iba haciendo las obras. Así fue que Angélica (o Nena, para los que la conocen), le tocó en suerte nacer en Itatí, Corrientes. En 1927 don Hans, su padre, había llegado desde Alemania como tantos otros inmigrantes en busca de nuevas oportunidades. Conforme su padre se iba mudando, también cambiaba el domicilio de la familia. Ya habían nacido Claudio y Hedy, del primer matrimonio. Luego vendrían Angélica, Ricardo y Juan, de la unión con doña Carolina Mlott, con quien además forjaría los destinos de “La Cabaña”, el emprendimiento familiar que en 2017 cumplió 60 años ininterrumpidos de actividad.
Como muchas otras jovencitas de su época, “Nena” Goetze siguió sus estudios secundarios en Posadas y se recibió de maestra, profesión que ejerció primeramente en forma privada en Iguazú, sin cobrar un solo peso, y luego en la escuela de Puerto Península, donde se radicó cuando se casó con un joven ingeniero llamado Eduardo Reynoso, un porteño con señas particulares y múltiples facetas: un militar que renegaba un poco de ello, amante del jazz y de la lectura, ferviente admirador de la revolución cubana, de Fidel Castro y del Che.
El aire de la casa vibra con los recuerdos que le imprimió Reynoso. Todavía descansan en un estante sus discos de jazz y la bandeja donde solía escucharlos. Libros, cuadros, pequeñas esculturas, dan cuenta de su apego a las costumbres de un hombre de mundo. La sala está dominada, desde lo alto, por un muñeco que lo reconstruye y que está colgado al final de la escalera. Lo hizo su hijo Marcelo y está ataviado con indumentaria de tenis, otra de sus grandes pasiones.
Es inevitable que la charla derive hacia la figura de Reynoso, un hombre que llegó a la zona del Alto Paraná para hacerse cargo del establecimiento forestal que el Ejército tenía en Puerto Península, que en su momento llegó a tener más habitantes que Iguazú. “Nena” recuerda con cariño el tiempo que transcurrió allí, sobre todo cuando comenzó a desempeñarse como maestra, reemplazando a Ángel Nieva, que era el titular, cuando éste se fue a hacer el servicio militar.

Reynoso era un hombre de carácter, lo que no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que había sido formado en la férrea disciplina militar y que además tenía tanta gente a su cargo. Pero eso no le eclipsaba su costado humano y era lo que -según “Nena”- hacía que lo odiaran y lo quisieran por igual.
Prueba de ello es un escrito que todavía conserva enmarcado en lo que fue su despacho, y que le entregaron los alumnos de la primera promoción de la EPET (ENET en ese entonces). Allí, lo describen como una persona única, que bajo una cáscara dura esconde un corazón bondadoso y gentil.
La historia de “Nena” Goetze y Eduardo Reynoso está llena de momentos imborrables, como cuando nació su hijo Marcelo, que por voluntad de su padre, llegó al mundo en la ciudad de Buenos Aires, pero que creció y se crió en Península donde, a pesar de ser el hijo del jefe, se confundía como un niño más entre la “gurisada” que desafiaba las leyes del monte a la hora de la siesta. “Era terrible, no paraba ni un segundo”, repasa su madre.
“Nena” Goetze no puede afirmar a ciencia cierta de donde heredó su hijo Marcelo la veta artística que lo llevó a convertirse en uno de los referentes más importantes de la provincia con su grupo Kossa Nostra. Aunque recuerda que su padre, don Hans Goetze, organizaba en el patio de “La Cabaña” encuentros de teatro en los que se juntaba todo el pueblo.
A Reynoso padre no le hacía mucha gracia que su hijo fuera “artista”, ya que no lo veía como una profesión, sino que más bien lo entendía como una especie de hobby. Así pues, ni bien recibido, con el título secundario debajo del brazo, Marcelo comenzó la carrera de ingeniería, para seguir con el designio paterno. Pero la experiencia no resultó, así que se cambió a veterinaria, donde tampoco anduvo. “Nena” entrega uno de sus tesoros mejor guardados: un texto escrito por su hermano Claudio, el mayor, que emigró y reside actualmente en Alemania, con un pormenorizado detalle que logró reconstruir a partir del intercambio de cartas que tuvo con su padre, don Hans Goetze, desde que se fue a Europa en el año 1957. Esas hojas son el vivo relato en tiempo real con un registro único de un pasado que merece ser revisitado.
Antes de la despedida, es inevitable preguntar a “Nena” por qué todavía conserva el Renault 12 que solía manejar Eduardo Reynoso. “¿Para qué lo voy a cambiar? Funciona perfectamente, no gasta nada, y pago 400 pesos de patente por año…”, responde, dando una clase de pragmatismo ilustrado.