Lejos de sus afectos y sin conocer el idioma, Alejandra Blanco dejó su Misiones natal para embarcarse tras el amor de su vida. Los primeros tiempos en Japón no fueron para nada fáciles pero gracias al acompañamiento y la comprensión de Ulises Akio Hayashi, quien luego se convertiría en su esposo, el desarraigo fue menos complicado.
Hace trece años, un domingo de mucho calor, se conocieron en las playas de Ituzaingó (Corrientes), y ya no se separaron. El joven ya vivía en el continente asiático y había venido de vacaciones por unos meses, pero se quedó un poco más. Sin querer la relación se fue tornando fuerte. Pero llegó el momento de regresar. Ulises propuso a Alejandra que lo esperara tres meses porque no podría viajar con él en ese momento. Entonces la comunicación siguió por Internet.
“Me levantaba todos los días a las 7 para ir a un ciber que estaba cerca de casa y así poder conectarme con mi novio, que salía del trabajo para verme. Si no era posible de esta forma, me llamaba o me mandaba mensajes de texto. Así fue la rutina por tres meses”, recordó quien trabajaba como cajera en una cadena de supermercados de Posadas.
Antes que se cumpla el plazo acordado, “me aseguró que no iba a regresar a Argentina y que tendría que ir a Japón para que estuviéramos juntos. Sin dudar, respondí que sí. Estaba emocionada. Sólo quería estar con él de nuevo”. Pero al cortar la comunicación quedó pensando que semejante decisión implicaba dejar su trabajo, su familia, amigos, “todo por alguien con quien estuve sólo ocho meses”.
Como es la menor de las hijas y la “más pegada a mamá”, regresó a la casa y le confió lo ocurrido a su madre, Ana Inés Kivinski (ya fallecida), porque “si ella no iba a soportar que me fuera, no me iría. Ella veía como todos los días me levantaba para ir al ciber a conectarme, y cuando le dije: mamá me voy a Japón, quedó en silencio”.
Luego agregó: “¿Hija, lo amás? ¿te sentís bien con él? Ante mi respuesta afirmativa, me sugirió que fuera y me fijara cómo me sentía allá, y si él me trataba bien, con respeto, con amor. Si no te sentís a gusto, volvés, porque mi casa siempre será tuya hija! A partir de ese momento me sentí aliviada con la bendición de mi madre, que ahora tanta falta me hace..!”.
Cuando Alejandra comenzó a divulgar su propósito, las opiniones fueron dispares entre sus amigos y el resto de la familia. Hubo un 50% que tiró buena onda y otro tanto que cuestionaba su decisión de irse “sola al otro lado del mundo”.
Ulises compró a su novia un pasaje con un grupo turístico y Alejandra emprendió el viaje más largo de su vida. “Estaba nerviosa, ansiosa por verlo y abrazarlo de nuevo. Pero después de 36 horas de vuelo, estaba hecha un desastre. Tenía puesto un buzo que él me había dejado, un jogging y una gorrita, mientras que él era todo un galán esperándome, perfumado, arreglado, como un príncipe azul esperando a la princesa que parecía una deportista. Lo vi y no sabía qué hacer. Sólo corrí y lo abracé. Él me besó, se dio vuelta y me entregó un ramo de rosas bellísimas”, narró, entusiasmada, a la distancia.
Alejandra se instaló en su departamento pero Ulises iba a trabajar a las 6 y regresaba a las 20. Pasaban los días y como no conocía a nadie y no sabía el idioma, se sentía muy triste.
“Estaba prácticamente sola todo el día, lloraba porque extrañaba mucho y fue muy duro acostumbrarse. Pero de a poco empecé a salir a explorar el barrio para poder adaptarme. Conocí a chicas de Bolivia, Perú y Brasil, que ahora son amigas, y traté de empezar a aprender el japonés. Y aunque pasaron varios años, sigo aprendiendo”, manifestó.
Después de un período de tres meses de adaptación, tenía que tomar una decisión porque había ingresado al país como turista. Fue entonces que Ulises le propuso matrimonio “para poder quedarme sin problemas. Y me casé porque lo amo y porque acepté esta vida”.
Pasaron cinco años en los que regresó a Argentina en dos oportunidades. En 2009 quedó embarazada de mellizos y “fue una gran sorpresa para los dos porque la familia se agrandó de repente. Fue difícil porque acá son muy cuidadosos con el tema de los niños. Me internaron tres meses antes de dar a luz. Cuando se aproximaba la fecha del parto, decidí traer a mamá para que me ayudara con los bebés porque a mi esposo le daban sólo tres días por paternidad. Ella estuvo conmigo en todo el momento que la necesité”, recordó.
El caos que generó el tsunami
El 11 de marzo de 2011 la familia Hayashi no quedó afuera del gran desastre ocasionado por el tsunami. Para Alejandra, sólo fueron tres minutos, que resultaron una eternidad, lo suficientes para atraer tantas desgracias para el país.
“Estaba con mi madre en el departamento, a punto de dar la mamadera a los niños cuando sentimos el movimiento. Le dije que tomara a los chicos y oráramos. Nos acurrucamos entre el marco de la cocina y el del baño, y esperamos que pare”. Cuando el fenómeno se detuvo, encendió el televisor y ya estaban mostrando imágenes de la tragedia.
Llamó a su esposo y no logró comunicarse porque todas las líneas telefónicas estaban cortadas. Fueron momentos de mucha desesperación. Diez minutos después, él pudo hacerlo y gracias a Dios estaba bien, “tratando de volver a casa”.
Como las rutas estaban cortadas, Ulises tuvo que volver caminando desde su trabajo en una travesía que se extendió por casi dos horas. Ese día todo se detuvo en Japón. Fue un caos.
Los trenes no andaban, los supermercados se abarrotaron de gente en busca de agua, leche, pañales. A partir de lo sucedido y pensando en la posibilidad de las réplicas, decidieron regresar. Llamaron a la Embajada Argentina para gestionar los pasajes.
Tuvieron que dejar algunas cosas, vender otras o regalarlas. Con dos maletas cada uno, se dirigieron al aeropuerto donde los sorprendió otro temblor. Sin ahorros, fue difícil empezar de nuevo en Argentina. Recibieron ayuda de sus familias y se acomodaron en Paraguay donde los padres de Ulises residían desde hacía 30 años. Allí vivieron durante cinco años. Alejandra se dedicó a la zumba y su esposo a negocios que no resultaron. Frustrado, decidió volver a Japón. Tres meses después Alejandra lo siguió con los mellizos.
Otra vez debieron volver a empezar, se estabilizaron y celebraron la llegada de un nuevo hijo. Alejandra da clases de zumba dos veces a la semana porque “es mi pasión enseñar y transmitir alegría”. Se inició en la disciplina gracias a Adriana Martin y ahora es instructora.
“El creador de zumba viene cada año y es increíble lo que al japonés le gusta. Se adaptan a los ritmos latinos, les encanta”, enfatizó.