Florencio de los Ángeles Molina Campos nació en Buenos Aires el 21 de agosto de 1891. Hijo de don Florencio Molina Salas y de doña Josefina del Corazón de Jesús Campos y Campos, miembros de una familia tradicional cuyos orígenes se remontan en el país a la época de la colonia.
Florencio Molina Campos, muy distante del ámbito castrense, pasó su vida alternando entre Buenos Aires y los campos de sus padres en los pagos del Tuyú y General Madariaga, en provincia de Buenos Aires, y Chajarí, Entre Ríos.
En 1926 -a instancias de sus amigos y aprovechando que sus antepasados eran socios fundadores y él había sido empleado y en ese entonces ya era socio- presentó su primera exposición en el Galpón de Palermo de la Sociedad Rural Argentina. Su muestra fue visitada por el Presidente de la Nación, Marcelo T. De Alvear, quien se convirtió en ferviente admirador de su obra y lo premió con una cátedra en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
En 1931 el pintor realizó su primer viaje a Europa y expuso en París. Y viajó muchas veces, invitado por diferentes gobiernos como representante cultural argentino. Fue profesor de las nuevas generaciones, tanto en el Nacional como en Bellas Artes.
En esa época inició el contrato para ilustrar los almanaques de la firma Alpargatas, que se editaron desde 1931 a 1936, 1940 a 1945, 1961 y 1962. Constituyeron, quizá, su obra más difundida y sobre ellos dijo Ruy de Solana: “Los almanaques constituían un sinónimo elemental de lo barato y despreciable. Pero desde que este artista empezó a difundir sus trabajos por ese medio humilde y anual, los almanaques se convirtieron en la pinacoteca de los pobres”.
El 16 de noviembre de 1959, superado por una enfermedad terminal luego de una infructuosa operación, Florencio Molina Campos murió en Buenos Aires. Sus restos permanecieron en la bóveda familiar de la Recoleta hasta que, en la década del ‘70 fueron trasladados a instancias de Elvirita al Cementerio de Moreno, donde permanecen.
Fue la imagen de Florencio la del típico argentino, simpático, entrador, audaz, excelente bailarín, con un envidiable carisma del que se valía para amenizar las reuniones a las que concurría. Poseía un fuerte carácter, que rasaba en ocasiones el mal humor. Era amante de la música clásica, que escuchaba durante las noches mientras pintaba.
No tuvo una visión comercial de lo que hacía. Pintaba porque le gustaba pintar. Cuando por la guerra no entraba al país papel canson que utilizaba, pintó sobre cajas de ravioles, cuyo material reunía buenas cualidades como soporte de su arte. Jamás proyectó su obra a futuro. Vendía sus pinturas, sí, pero a precios sumamente módicos para la época, que sólo le permitieron vivir decorosamente. Pintó infinidad de cuadros, probando con diversas técnicas.
En sus obras se plantearon diversas controversias con otros artistas de la época. Una de ellas era por los horizontes, que pintaba muy bajos, casi en una sexta parte de la altura de la pintura. Sostenía y basta para darle la razón con mirar los paisajes tan ricos que tienen nuestras pampas, que los horizontes eran bajos, muy bajos.
Colabora
Claudia Olefnik.
Artista plástica.
Responsable
del Taller Monarcas.
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