Tras la explosión del reactor de la Central Nuclear de Chernobyl, el matrimonio de Valentyna (54) y Olesksiy (61) fue prácticamente “eyectado” de Ucrania, harto del hostigamiento del Gobierno comunista, de la radiación, la desolación, la muerte. Hace 21 años llegó a la Argentina atraído por una promesa de casa y trabajo, pero aquí sólo tuvo un sencillo recibimiento. En la búsqueda de una mejor vida, la pareja recaló en Misiones, donde compró una chacra y comercializa leche para poder subsistir. Si bien tiene esperanzas, no era lo que esperaba. “Es peor que empezar de cero”, aseguró.
“Tenemos techo, tenemos comida”, sintetizó Valentyna, como estableciendo un orden de importancia en las prioridades, cuando Ko´ape consultó sobre las consecuencias de este cambio tan drástico. Pero al concluir la frase, densas lágrimas se apoderaron de sus mejillas. Buscando mostrar fortaleza, las limpió con los puños e intentó continuar la charla.
Recordó que durante la presidencia de Carlos Menem leyeron en una revista que Argentina ofrecía a los ucranianos la posibilidad de radicarse en el país a raíz del desastre de Chernobyl y como parte de un acuerdo con la Unión Europea. La oferta incluía una vivienda a pagar en cuotas, y trabajo. “Es por eso que nos animamos a venir. Pero sólo nos recibieron, eso fue lo importante. Somos parte de unos 300 mil ucranianos que llegaron en ese momento pero no pensamos que la realidad sería tan dura. A pesar de que allá estaban mal, muchos decidieron regresar”, agregó.
Para la ingeniera forestal y paisajista, Argentina y Ucrania son dos mundos diferentes. “Desde la naturaleza hasta la almohada en que apoyamos nuestras cabezas. La sociedad, la política, la televisión, los libros. Todo es diferente. Y la gente a veces no se puede acostumbrar. Y no es por falta de dinero, sólo que no se puede acostumbrar. Es algo que muy pocos entienden”, comparó.
A pesar que transcurre en pleno siglo XXI, su situación no dista mucho de la experiencia que vivieron los primeros inmigrantes polacos y ucranianos que llegaron a Apóstoles allá por 1897. “Ellos no tenían otra alternativa porque escapaban de la guerra. Y nosotros, cuando vimos que la radiación estaba afectando a toda Ucrania, que la gente se moría de cáncer y se sigue muriendo a pesar que pasaron 20 años, vimos que no había posibilidades”, acotó, al enumerar que su padre, su suegro, sus tíos, fueron aniquilados por esta enfermedad.
Para ingresar a la Argentina los requisitos no eran tan estrictos como los que solicitaban para entrar a Canadá o a Australia donde, además, necesitaban diez mil dólares por cada integrante de la familia. Y el matrimonio, junto a su hija Olecia, no estaba en condiciones de afrontar tanto gasto. Así que el 25 de febrero de 1998 “descubrimos América”, haciendo alusión a la fecha en que llegaron a Buenos Aires.
Durante dos años, mientras cumplimentaban los trámites, se quedaron en la gran urbe, cuidando la finca de un abogado. Cuando consideraron que estaban en condiciones de hacer frente a otras cuestiones, como el idioma, vieron en una revista un aviso solicitando encargados para un campo de Coronel Moldes, en Salta. Pero no fue la mejor decisión porque “el trato era malísimo y duramos cuatro meses. Luego nos enteramos que en dos años los dueños cambiaron de cuidadores en siete oportunidades y que tuvieron que vender la propiedad”. Fueron a otra finca y empezamos a plantar tabaco pero un temporal se llevó todo. “Faltaba dos semanas para que la planta alcance el tamaño que necesita para que la cubra el seguro, pero quedó todo destruido”.
Mientras se reponían del trauma, hicieron lo que estuvo al alcance, hasta que Valentyna puso un aviso en el diario y unos amigos le dijeron que un hombre necesitaba aprender ucraniano. “Era un administrador de la iglesia de los mormones. Empecé a dar clases una vez por semana, y nos propuso atender los parques de sus iglesias. Así que durante un año trabajamos con esa comunidad tanto en Salta como en Jujuy”, contó, mientras hacía una pausa porque unos niños golpeaban las manos en busca de la botella de leche diaria.
Juntaron dinero y en cuotas, compraron un terreno de dos hectáreas cerca de la capital norteña, pero “no nos gustaba mucho porque en Salta no llueve durante meses y si querés plantar es complicado”. Pero la cuestión de fondo era que Valentyna y Olesksiy querían volver a tener una casa propia y consideraban que allá sería difícil.
“Nos gustaba Misiones porque en el 2000 vinimos de visita. Pero en ese tiempo no disponíamos de dinero y no estábamos en condiciones de conseguir trabajo”, acotó la mujer, a quien le gustaría volver a Ucrania “pero no en las condiciones en que se encuentra porque la mitad del país está en guerra, la gente se muere y el mundo no habla”.
Mientras tanto en Salta la ciudad se fue extendiendo y la tierra, adquiriendo valor. Decididos, “la vendimos y venimos para acá en busca de una chacra, en una loca aventura”. Más de dos semanas vivieron dentro de una vieja Ford 100 mientras buscaban un lote acorde al dinero que disponían.
“Ya estábamos mareados. Finalmente vimos esta chacra pero tenía un cuidador con varios niños. Supimos que el hombre se estaba construyendo una casa en otro terreno y nos alegramos porque las 15 hectáreas daban para nuestro presupuesto. Al final la compramos, y venimos con todo”, confió la mujer que, en el fondo, pensaba trasladarse más lejos, quizás cerca de la costa del río Uruguay, en un municipio como Santa Rita. Pero si optaban por esa alternativa y pensaban vender productos en la Feria Franca, les resultaría lejos para viajar a Oberá o a Posadas.
De Salta trajeron unas 120 clases de frutales y más de cien variedades de uva que tenían en mente plantar “pero cuando venimos no teníamos dinero. Y para que produzcan los frutales y los viñedos hay que esperar muchos años. A veces pasan cosas que uno no espera”.
El primer día en la tierra colorada fue un poco accidentado porque llovía y no tenían con qué tapar la ropa, los muebles y los miles de libro, finalmente resolvieron el problema con unos plásticos que encontraron en la propiedad. Pero al amanecer del día siguiente los sorprendió la helada, entonces debieron quitar la protección a los muebles y tapar las plantas que traían.
Comenzaron “con una vaquita pensando que íbamos a tener leche para nosotros y para vender. Después ya eran dos. Los chanchos que trajimos no lograban adaptarse entonces los cambiamos por una tercera vaca y ya hacíamos ricotta, queso, y vendíamos en la feria franca, para mantenernos. Fue duro, duro, volver a empezar”.
La primavera es única
Al referirse a la diferencia en el clima, citó que en Ucrania debían permanecer medio año dentro de la vivienda, al igual que los animales (gallina, vaca, caballo). Para todos ellos hay que guardar comida y tener edificaciones adecuadas. Las casas tienen doble ventana, doble techo, porque el invierno es crudo. Para preservar los viñedos había que taparlos con tierra. “Medio año trabajábamos el doble para guardar los víveres y cada familia tiene un sótano para almacenar conservas, papas, porque no crece nada. Todo está cubierto de nieve”, graficó.
Pero vale la pena la espera porque -para ella- la primavera en Ucrania es “única”. Después de un invierno cruel, invaden las flores, los aromas, los pájaros, todo es brotación, y los bichos saltan como celebrando que quedaron vivos.
“Se despierta de ese sueño de invierno. Hay que verlo. Es muy, muy lindo. Acá no existe. Acá existe un otoño y verano con mucho calor. La diferencia que noto es que en mi país, desde que entra el sol y oscurece, es un proceso mucho más largo que acá. Sucede despacito y hay un despliegue de colores hasta tomar el color oscuro. Acá el sol cae y ya está”, describió desde el living de la casa antigua donde el cuadro del poeta Taras Shevchenko da la bienvenida entre tapices y una pintura que acerca al lugar donde se ubicaba la casa paterna.
Admitió que durante ese medio año de frío extremo la tierra produce mucho. Sin embargo, “para acá trajimos cajones de semillas, empezamos a plantar y no crece. Nadie nos dijo, pero después me enteré que el suelo posee óxido de hierro y óxido de aluminio. Este último es veneno para las plantas. Y las semillas de cualquier otro lugar no aguantan, tienen que ser de acá, adaptadas”.
Donde residen, la yerba tiene 80 años y era tratada con herbicidas. “El glifosato deja metales pesados que aflojan la planta que, a la larga, muere por alguna enfermedad, y uno no sabe de qué pero no tiene defensas. Uno planta y está bien, pero al poco tiempo se muere. No trabajamos con herbicidas, prefiero estar rodeada de yuyos pero ya vimos demasiadas muertes por cáncer para seguir provocándolas”.
Valentyna sabe mucho del tema ya que en tierras cosacas vivía dentro en un predio similar a una Estación Experimental del INTA. Era un parque nacional centenario, una referencia histórica, donde funcionaba como un brazo de la entidad para selección de árboles. Allí empezó a trabajar en el mejoramiento del suelo, como obrera. Después como ayudante de laboratorio hasta que se instaló en Kiev para seguir ingeniería forestal.
“Dos meses estudiaba y dos trabajaba. Después me ofrecieron un cargo de científica, uno más alto que el de ingeniera con la condición que estudiara un año más después de la universidad. Me estaba preparando, tenía la tesis y un profesor tutor. Pero dejé todo y me vine. Pero todo eso quedó atrás”, dijo, quien atesora un sinnúmero de libros de diversas disciplinas que logró traer correo mediante. Los hay sobre veterinaria, paisajismo, viñedos, pájaros, enfermedades, apicultura, biología, armados de muebles.
“Somos amantes de los libros, y algunos son centenarios”, comentó quien en la Escuela de Paisajismo de Salta se recibió de técnica jardinera y paisajista. Y obtuvo el premio al mejor diseño en el 2007 pero para quien “es difícil que alguien aprecie y pague lo que vale el trabajo”.
Lejos de su única hija, que quedó viviendo en Salta donde formó una familia y es madre de tres niños, Valentyna y Oleksiy, un experimentado apicultor, esperan que las cosas mejoren y puedan salir adelante.
Madre poeta
En 2005, Tamara Zhurba (80), madre de Valentyna y una prestigiosa poeta ucraniana con libros editados, vino a vivir con el matrimonio. Pero no se adapta. Pasa sus días leyendo cartas que llegan de amigos y conocidos, mira películas en ucraniano y en ruso. En breve recibirá una medalla de honor que llegó desde su Ucrania natal y fue entregada a la delegación misionera en la Feria Internacional del Libro.