
El parte de batalla redactado por el brigadier Das Chagas Santos dice: “El escuadrón de la izquierda rompió el fuego tomando los costados del cementerio y la huerta. El de la derecha ganó al galope el portón del segundo patio y por el centro atacó nuestra infantería, que luego tomó la bandera encarnada siendo muerto su portador y, atacando a los gauchos, huyeron éstos para la plaza y acosados por nuestra fusilería corrieron por el patio del colegio, cuyo portón cerraron guarneciéndose adentro con sus tiradores; así como por las ventanas de la iglesia de donde nos habían iniciado fuego. Al mismo tiempo, los milicianos de la derecha habían forzado el portón del segundo patio debajo del fuego de los gauchos, que precipitadamente corrieron para el primer patio”.
Hasta que a las 15 todo tomó otro rumbo, el comandante Andrés Guacurarí, junto a 200 hombres, llegó desde San José en auxilio. Los portugueses comenzaron a perder terreno y se vieron obligados a emprender la retirada. Finalmente, al anochecer de aquel 2 de julio la Batalla de Apóstoles concluía con una victoria rotunda de las fuerzas del héroe misionero.
Este enfrentamiento no constituyó un hecho aislado, junto a la Batallas de Candelaria, San Carlos, Saladas, Lomas de Caá Catí y San José pone en evidencia la lucha del pueblo misionero contra la dominación extranjera. Y sucedió aquí, en la Ciudad de las Flores, en donde hoy se ubica el Estadio General Manuel Belgrano y sus alrededores.
“La Batalla de Apóstoles, tanto como la fecha en que acaeció, el 2 de julio de 1817, en plena época de las guerras de la independencia argentina, fue el hito que marcó un punto de inflexión en el ‘otro frente’ de guerra contra ‘el otro imperio’, el imperio portugués. Los momentos, los personajes, los hechos, las causas y consecuencias marcaron un antes y un después de esta conflagración”, explicó el licenciado en Turismo Jorge Rendiche, un historiador aficionado y divulgador apasionado de la historia de la Capital de la Yerba Mate, quien incluso creó y administra el grupo de Facebook “Batalla de apóstoles, 2 de julio”, donde continuamente comparte datos de este hecho.
Así, por ejemplo, explicó cómo pudo haberse vivido el día previo a la batalla, recurriendo, por supuesto, al sentido común, pues no existen registros escritos de aquella jornada. “Viajemos un poco con la lectura y otro poco con la imaginación y tratemos de ubicarnos en las mentes de los protagonistas de uno y otro bando. Recordemos que los portugueses habían cruzado el río Uruguay en febrero de ese año, a la altura de Yapeyú, y un tiempo más tarde, luego de volver a trasponerlo, vuelven a trasvasarlo a la altura de Santo Tomé-São Borja, desde ahí eran ‘seguidos’ casi en paralelo, pero tierra adentro, por Guacurarí y su tropa. Esto implicaba además el aviso a las poblaciones ubicadas sobre la margen del curso de agua y las preparaba para un total abandono temporal, dejando, en lo posible, tierra arrasada. Por lógica, Chagas sólo podría avanzar como máximo hasta San Javier, como punto extremo norte, lo que lo obligaría a frenar a la altura de Apóstoles si su intención era avanzar hacia las tropas de Guacurarí, o bien contra la capital misionera, Candelaria.
No puede dejarse de lado que el gobernador misionero había ordenado ya en 1815 fortificar el pueblo de Apóstoles y, desoyendo las órdenes de su jefe y padre adoptivo, José Gervasio Artigas, en vez de instalar tan sólo un pelotón de infantería, constituyó un cuartel. No se había equivocado, si lo vemos en perspectiva estratégica. Apóstoles no sólo era un pueblo reforzado, sino también un cuartel -en algún momento, fue cuartel general-. Es muy probable que una semana antes los apostoleños ya supieran que los portugueses atacarían su poblado, lo que los habrá llevado a tomar precauciones extras, a extremar medidas y el 1 de julio trasladar armas, municiones, insumos para heridos, agua y alimentos para una dura batalla. Todo eso debía estar en las instalaciones reforzadas: el templo, la casa de los padres, el colegio y los talleres.
Chagas superó el Chimiray muy probablemente a unos 20 kilómetros, eligiendo como lugar para iniciar su ataque una lomada a aproximadamente 5 mil metros hacia el este. El tomar esa posición, hace pensar que durante esa jornada mermó la lluvia o probablemente había parado y se habría despejado en las primeras horas de la noche, por lo que pensó en realizar un clásico ataque encandilante al amanecer, con el sol a sus espaldas, lo que le ofrecería una ventaja inicial. Debemos suponer también que no era un general ingenuo y que sabía bien que venía siendo seguido, observado y esperado. Haría cañoneo, luego enviaría a la infantería a apoderarse de los dos puentes sobre el arroyo Cuñamanó; más tarde, ésta avanzaría, y detrás lo haría la caballería. El plan, en apariencia, era correcto y perfecto, y la posición de ataque, inmejorable. Lo que sucedería en horas de la madrugada, el recrudecimiento meteorológico, no estaba precisamente en sus planes, aunque sí muy probablemente en los rezos de los apostoleños y milicias de infantería federal misionera”.
La batalla
Al amanecer de aquel 2 de julio el enemigo se presentó en formación de batalla en las afueras del pueblo dispuesto a iniciar el ataque. Los misioneros decidieron salir a enfrentarlos enarbolando una bandera roja. El enfrentamiento se produjo a poco más de 2 mil metros del poblado, pero los gauchos y guaraníes fueron rechazados y se replegaron fortificándose en los patios de talleres, residencia y en el templo. Y a media mañana comenzó el asedio del pueblo.
Una lluvia torrencial tornaba aún más confusa la situación y en horas de la siesta arribó el comandante Andrés Guacurarí al frente de un cuerpo de caballería a puro galope desde San José. El enfrentamiento fue terrible, pero finalmente los enemigos debieron replegarse.
Como en prácticamente toda esta porción de la historia, no existen datos exactos de todo, pero se puede tener una idea aproximada para reconstruir los hechos. En este contexto, Rendiche apuntó que se estima que los portugueses contaban con el Regimiento de Dragones de Río Pardo (caballería), unos 120 hombres, y alrededor de 500 del Regimiento de Santa Catalina (infantería), además artilleros ayudantes, etc. Mientras que del lado local la caballería estaba compuesta por 200 soldados y la infantería por igual número, no contaban con artillería pero sí con una población local, 250 o 300 personas, entre hombres y mujeres, que sumaron fuerzas.

El día después
Jorge Rendiche reconoció que nada hay escrito sobre el 3 de julio de 1817, pero no es difícil diagramar un pantallazo de cómo se vivió. “Recordemos que el día anterior, lluvioso, fue también oscuro y no sólo en sentido meteorológico: fue un día de muerte, de sangre, heridos, donde se confundían gritos, órdenes, retumbar y repicar de balas, olores de pólvora y más sangre, de sonidos chasqueantes de sables y bayonetas, y de sibilantes de lanzas. De la apresurada retirada del enemigo, se dio paso a un extraño silencio, el famoso silencio que sucede tras la batalla -en este caso, no hubo silencio que precediera a la batalla, sino ruido de cañones-, el silencio de la muerte.
No sabemos a ciencia cierta, porque no hubo ni hay registros, imaginaremos que se había detenido el temporal. El abrir las puertas del templo, de la casa de los padres, del colegio y los talleres significó ver una desolación real, no imaginada: cadáveres rodeados de sangre, de combatientes, de algún que otro caballo, el humo de un incendio provocado y no consumado. Don Andrés y Fray Acevedo estaban allí, junto a la gente del pueblo y las milicias. De repente, las órdenes del general empezaron a dirigir actividades, a ordenar la situación sacando a todos de su sopor, sorpresa e indignación, los más sanos debían buscar palas ir a cavar tumbas al cementerio. Luego, más allá, más hacia el sur, hacer una fosa común para los muertos que el enemigo dejó de los suyos en el campo de batalla -se retiraron apresuradamente y fueron perseguidos, por lo que dejaron a sus camaradas caídos-. No se tenía nombres y aquí no había deudos que los llorasen, por lo que en estos casos, en esa época, los soldados no usaban placas de identificación personal.
En algún lugar de la batalla aún estaba sujetando su pabellón rojo uno de los defensores. Había caído, pero no había abandonado la insignia que flameara bajo el viento y la lluvia en señal de ‘lucha a muerte’. Fue una jornada agotadora para todos en lo físico, lo psicológico y lo espiritual; había mucho que hacer.
Suponemos que algo de todo esto debió haber sucedido. No era como las grandes batallas europeas donde se saqueaba a los muertos, se los amontonaba, se hacía una pira incinerándolos, y los restos que quedaran, se juntaban y se usaban o disponían de diferentes maneras”, apuntó.
Es que en Apóstoles no hubo trabajos formales de arqueología, nunca. Todo lo que se halló fue fortuito. Apenas se hicieron algunos trabajos de prospección arqueológica, y lo poco que se hizo a mediados de la década de los años 70, fue informal, sin técnicas ni profesionalismo.
Publicado el 30 de junio de 2019 en el suplemento Ko’ape de PRIMERA EDICIÓN