Basta con leer las noticias de esta semana para tomar como ejemplo el kilómetro de cola de desempleados que se presentó para cubrir un centenar de lugares vacantes en una cárcel de Buenos Aires. O los más de 500 misioneros que fueron a presentar su currículum para ingresar a trabajar en un supermercado de Eldorado, donde había 60 lugares disponibles.
En ambos casos (uno del Estado y otro privado), la demanda superó 10 veces la disponibilidad. Esas propuestas laborales aparecen aisladas en un contexto de mayor desempleo y cierre diario de las PyME a lo largo y ancho de la Argentina. Pequeñas y medianas empresas que eran las verdaderas generadoras de empleo y que la timba financiera y el rumbo político de la economía se encargaron de impedirles la supervivencia.
Es muy evidente que, para los funcionarios con nivel de decisión para cumplir con la demanda social de trabajo, esta prioridad no está en la agenda gubernamental de estos tiempos. Como en la mayoría de sus políticas, la gestión del presidente Mauricio Macri y su Gabinete resultó ser inútil. Por casi cuatro años, lo único que ha demostrado es un rotundo fracaso en un pilar fundamental de cualquier economía, que tenga por destino el crecimiento de un país.
Hablar de “crecimiento invisible”, de “reactivación sin empleo” para ganar los titulares de los diarios porteños muestra, una y otra vez, que este Gobierno no tiene siquiera sentido común para aplicar medidas que logren una ínfima mejora.
El control del dólar, a costa de una intervención que cuesta cientos de millones al Banco Central (al país, en definitiva) no puede convertirse en una bandera de “estabilidad” cuando la recesión se llevó a miles de fuentes de trabajo privado y, con ellas, a miles de empleados que tenían su sustento cotidiano. Una verdadera burla para los que sufren, lo cual solamente puede ser festejado por fanáticos en campaña.
Es un dólar ficticio que, además, perjudica a las empresas exportadoras que son hoy generadoras de importantes recursos que Argentina necesita.
Desde las presidenciales de 2015 a la fecha, Macri tiene un diagnóstico con el que cualquier empleador coincide: existe una alta presión fiscal; un peso excesivo del aparato del Estado que se pone en la espalda de los privados para sostener la maquinaria política; la generación de una innecesaria y costosa burocracia; y la ausencia de incentivos que permitan el crecimiento del empleo formal.
Pero, también desde hace casi cuatro años, no se logró pasar del diagnóstico a los hechos. Por el contrario: no bajó impuestos sino que los incrementó (por ejemplo, las retenciones a las exportaciones); apenas hizo un tibio achique del gasto político; y un déficit fiscal que puede mostrar a costa del sufrimiento social, entre otros ejemplos.
Casualmente en campaña, a mediados de julio, el Presidente reiteró que “las retenciones a la exportación son un mal impuesto que tiene que desaparecer”. ¡Pero no lo hizo, en la desesperación por conseguir dinero y atacando al campo! Sigue apelando al “haz lo que yo digo pero no lo que hago”. Claro está que todo esto se enmarca en una economía política que Macri asegura “es el camino”, que ahoga hasta al más fuerte.
A propósito de la campaña, solamente se lo escucha hablar del pasado pero no de las propuestas para el futuro en caso de ser reelecto. ¿Habrá pensado que después de casi cuatro años, su gestión pasa a ser también parte del pasado?
Sus funcionarios están más ocupados en los votos de octubre y en agradar al FMI, que en proponer una salida (objetiva, posible, cumplible) a una recesión e inactividad mayúscula que atraviesan la industria, el comercio y los servicios.
No puedo evitar hablar de la -lamentablemente- siempre vigente corrupción, que se lleva mucho del dinero que debería volcarse a políticas de incentivos fiscales para crear y mantener, por ejemplo, al empleo privado. Miles de millones que se esfuman a destinos oscuros, cuyas secuelas económicas y sociales son cada vez más evidentes y difíciles de revertir.
Volviendo al desempleo, hay que detenerse a analizar un dato: en los dos casos citados al comienzo, se pidió mano de obra de personas jóvenes (no más de 35 años), por lo cual se sostiene la falta de propuestas para quienes tienen más edad que esa y están desesperados por recuperar un ingreso mediante el trabajo. Hombres y mujeres de 40 años en adelante que tienen experiencia, trayectoria y una cultura de trabajo que no son suficientes para reinsertarse en el mercado por la edad.
Así como hay miles de personas demandando un puesto de trabajo en cualquier actividad, hay empresarios que estamos necesitando un cambio en este rumbo que nos muestra un abismo por delante, que sólo nos dejará con una profundización del desempleo y la informalidad laboral. Gane quien gane, gobierne quien gobierne.
Queda claro que empresarios, trabajadores y desempleados estamos desesperados por ¡trabajar! No pedimos que nos den un subsidio para quedarnos en nuestras casas, estamos pidiendo trabajar, lo que nos enseñaron desde muy chicos como la forma digna de subsistencia. Y cuando digo empresarios me refiero a los verdaderos y genuinos, no a los pseudo-empresarios que viven solamente de sus acuerdos con el Estado.
El propio Gobierno nacional admitió que, desde enero a mayo, se perdieron casi 100.000 puestos de trabajo formales y seguramente muchos más en “negro”. Si se toma el período desde mayo de 2018 al mismo mes de 2019, la cifra asciende a ¡¡217.000 puestos en blanco!!
Tal como se publicó el domingo pasado en este Diario, hay informes privados que adelantaron -a la espera del INDEC-, que el desempleo superaría el 12%. ¿Cómo no entender el incremento de la pobreza y la indigencia si esas miles de personas no se reinsertan en el trabajo y, con sus familias, son parte de un desesperante cuadro social que indigna?
A nadie le gusta despedir a los buenos empleados, reducirles las horas de trabajo o, directamente, bajar las persianas. Pero son cientos los hombres y mujeres de negocios (pequeños, medianos o grandes) que van dejando su salud y sus vidas en el sostenimiento de las fuente laborales, aún con pérdidas que se profundizan, poniendo sus ahorros para pagar salarios, gastos corrientes y materia prima, hasta ver si llega una mejor temporada y si los Gobiernos -finalmente- ponen el acento en las verdaderas necesidades del pueblo.
Sin embargo, detrás, siempre hay un Estado presionando, sin dejar una gota de oxígeno con su pesada carga, y sin ningún tipo de reparo por la crisis; sin medir el valor de la decisión de las empresas que subsisten, que no cierran, que aguantan uno y otro error de cálculo de medidas inútiles.
Necesitamos como país devolver la mirada a la importancia de producir, de generar más oportunidades para los que no las tienen, pero mediante la cultura del trabajo. Y no por clientelismo político que se termina pagando muy caro y con secuelas irreversibles para miles de familias y para el país en su conjunto.
Señores políticos y funcionarios: ¡estamos desesperados por trabajar!
Por: Francisco José Wipplinger
Presidente de PRIMERA EDICIÓN SA