Desde el pórtico de la blanca casa, se palpitaba el inicio del crepúsculo vespertino; el entorno parecía entonces calmarse, serenarse. Las aves silenciaban sus trinos y graznidos y en bandada se perdían en el horizonte que, para esa hora, parecía más cercano.
Era la hora del “ángelus”, ese momento de la jornada en que la luz diurna decrece paulatinamente, estirando las sombras y acompañando el vuelo de regreso de las aves a sus nidos y la campana de la capilla vecina alza su voz de bronce desde las verdes estribaciones del monte, siempre interponiéndose ante el acto final de la habitual despedida del Sol.
Tú, con tu blusa blanca y tu pollera gris, acercabas la sillita de paja a mi reposera. Gorjeaba el agua al pasar de la pava al mate y el atardecer se perfumaba de yerba húmeda y caliente.
En silencio – casi respetuoso frente a tan especial momento del día -, sorbíamos el dulce amargor de la infusión y nuestras miradas se hacían cómplices en la contemplación del atardecer, la lenta pero segura llegada de la noche y la figura tan extraña de la Luna allá, muy arriba, en lo alto del Cielo como esperando el momento de ser protagonista de esta puesta en escena cotidiana.
La hora era de las palabras. Rutinaria pero sin pausa ni prisa crecía una retrospectiva de nuestra niñez, la juventud, la creación de la pareja, la llegada de los niños y la inexorable partida de nuestros…
La halagüeña y tradicional presencia del mate se prolongaba hasta que la pava volcara en la calabaza la última gota que brotara de su vientre.
Era un tiempo de alegría, de recuerdos. La nostalgia en estos instantes de encuentro y mates era protagonista; la acompañaban la evocación amarga como la alegría por estar juntos y algunas caricias levemente dulces, apenas tibias, un desvaído cuadro de aquellas tardes de correr entre los árboles, los sembrados y llegar al río donde creíamos se sumergía el Sol.
Nuestras correrías tenían su culminación cuando jugábamos a quien – sumergido en las aguas del arroyo -, llegaba entonces adonde el astro rey reflejaba su rojiza y movediza imagen
Mas, el atardecer traía ahora la melancolía que precedió a su hermana: la tristeza… entronizando a ambas en el sitio a no muy lejanos recuerdos que duelen.
No llegaste con tu alba blusa, tu falda gris, tu sonrisa obsequiosa. Mis manos fueron las que trayendo la pava, revelando la soledad y que…
… desde no hace mucho tiempo,
mi mate sabe a sal, huele a lágrimas pues al ángelus, con tu pollera gris y tu blusa blanca te has ido como los que ya no vuelven. Y todo este paisaje y los recuerdos se han teñido del dolor de no tenerte más.
El autor: Esteban Abad
Periodista y escritor; ex titular de SadeM; en estos días de octubre celebra 42 años de su estadía definitiva en la ciudad de Posadas, Misiones.
Santafesino pero misionero por adopción, integra la comisión de la Sociedad Argentina de Escritores filial Misiones; periodista jubilado, dedica su tiempo a su familia, a escribir ficción y a su colección de mates. Cuenta en su CV con premios del orden municipal (Posadas), Provincial y Nacional por su producción literaria.