Por Francisco Del Pino
“Las generaciones futuras se enfrentarán a impactos cada vez más graves del cambio climático”. “Hay siete millones de muertes prematuras en el mundo debido a la exposición al aire tóxico”. “No podemos dilatar más la acción climática a todos los niveles, tanto por parte de los Gobiernos como de los entes supranacionales y del resto de actores económicos y sociales”.
Son algunas de las frases que se escucharon esta semana en el entorno de la COP25 que se está celebrando “de emergencia” en Madrid. Pero no por “emergencia” ambiental, sino geográfica: la Cumbre tenía como sede Brasil, pero la rechazó el presidente Jair Bolsonaro nada más asumir y la “adoptó” Chile, con tan mala suerte que estalló la crisis en ese país y también tuvo que declinar la organización.
Como la Copa Libertadores del año pasado, la capital española se hizo cargo de la “final”. Porque eso dicen: que esta es la “última oportunidad” para adoptar medidas contundentes contra el cambio climático si no queremos que mañana mismo sea el día después de mañana.
Sin embargo, nada que no se haya dicho -con mayor o menor contundencia- desde hace al menos 22 años, en aquella Cumbre de Kioto (Japón) 1997 que desembocó en un Protocolo que, pese a su tibieza, nunca se llegó a aplicar ni en un 10 por ciento. Tanto que hace cuatro años en París (Francia), en la COP21, hubo que sellar otro acuerdo para aplicar, ahora “sí o sí”, similares parámetros a los de dos décadas antes.
Pero ¿adivinen qué? Ese compromiso tampoco se cumplió. Es más: según los especialistas, la brecha entre lo que se debe hacer y lo que se está haciendo “se agranda”. En su informe de este año, el Departamento de Medio Ambiente de Naciones Unidas (PNUMA) avisa que ahora los países deben multiplicar por cinco sus planes de recorte de las emisiones de gases de efecto invernadero que calientan el planeta si quieren que el incremento de la temperatura se quede por debajo de 1,5 grados respecto a los niveles preindustriales. Y si se aspira a que ese incremento esté por debajo de los dos grados (la otra meta que se establece en París) esos recortes deben multiplicarse por tres.
Los planes de reducción de gases que tienen los Estados ahora aprobados, incluso en el escenario de aplicación más optimista, llevarán a un incremento de al menos 3,2 grados, calcula la ONU.
“No hay señales de una desaceleración, y mucho menos una disminución, de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera a pesar de todos los compromisos contraídos con el Acuerdo de París sobre el cambio climático”, apuntó el secretario general de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), Petteri Taalas. De hecho, los planes que tienen los países firmantes de ese pacto apuntan a que el techo de emisiones en el mundo no se alcanzará antes de 2030.
El Acuerdo de París establece que, al no ser suficientes los planes de recorte de los países para evitar que las emisiones sigan creciendo, los Estados deben revisarlos al alza. La primera revisión se debe acometer durante el próximo año. Y en la Cumbre del Clima que se celebra ahora en Madrid, se espera que más países se comprometan a hacerlo.
Pero esta cumbre se desarrolla en mitad de una tremenda falta de liderazgo internacional en la lucha climática y en un momento pésimo para el multilateralismo: Donald Trump inició el proceso para sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París, China no da señales de que vaya a aumentar sus planes de recorte de gases de efecto invernadero, Rusia aún no ha presentado ante la ONU su programa para reducirlos y Bolsonaro, responsable del mayor “pulmón verde” del planeta, la Amazonia (a pesar de los devastadores incendios de este año), ya ha dejado bien clara su postura contra cualquier medida de protección del medio ambiente.
En este contexto, “no espero nada de esta cumbre y lo siento”, sentenció Bjorn Stevens, director del Instituto de Meteorología Max Planck, de Hamburgo (Alemania), uno de los centros de referencia para el estudio del cambio climático.
En contraposición, el auge de los movimientos ambientalistas, y sobre todo la oleada de rebeldía adolescente abanderada por la sueca Greta Thumberg, exigen a los gobernantes medidas firmes y a la sociedad civil un mayor compromiso en su vida cotidiana.
Este “choque” entre la hipocresía oficial y el activismo ciudadano desemboca en una obscena transferencia de responsabilidades de los Estados a los individuos, a la insólita percepción de que todos tenemos el mismo grado de “culpa” por el deterioro ambiental y a la fantasiosa noción de que si cada uno pone su mayor esfuerzo por “borrar” su “huella ecológica” sobre el planeta, la situación va a mejorar sustancialmente.
Si bien esto último es loable e incluso recomendable en un plano ético, sólo alcanzaría -en el mejor de los casos- para mitigar el impacto de las grandes emisiones causadas por actores de talla inalcanzable en complicidad con los gobiernos a los cuales sustentan (o se sustentan mutuamente). ¿Cuántos asados vacunos tendríamos que comer para contaminar tanto como un día de funcionamiento de una pequeña fábrica? ¿Cuánto tendríamos que fumar para producir tanto CO2 como el caño de escape de la moto de menor cilindrada? ¿Para qué nos complicamos en casa separando nuestros residuos si luego, cuando los municipios los recolectan, todos van a parar al mismo lugar?
Sin ir más lejos, la sola organización de esta Cumbre contra el Cambio Climático se estima que producirá alrededor de 65 mil toneladas de dióxido de carbono. En la del año pasado, en Katowice (Polonia), se emitieron en total 59.020 toneladas de CO2 equivalente, en concepto de transportes, climatización y comida. Es lo mismo que usted, lector, y yo tomemos 17.885 vuelos entre Madrid y Buenos Aires, o realicemos ese viaje 49 veces cada año durante toda la vida, ya que cada trayecto supone unas 3,3 toneladas de CO2-eq, según la calculadora de la Fundación MyClimate.
Es decir, que una Cumbre contra el Cambio Climático contamina tanto como 7.558 viajes en combi de Ushuaia a Alaska… Y hasta ahora, con los mismos resultados prácticos en la defensa del medio ambiente.
En este contexto, si la “vergüenza de volar” ha llegado a la sociedad civil a través de la “navegadora” Greta Thumberg, el referente sobre cambio climático Bjorn Stevens advierte que “estamos creando falsas expectativas a las personas, diciendo cómo deben comportarse; y no es justo, porque se sienten culpables de su conducta”.
Sin olvidar que todo producto o servicio “eco friendly” es -casual y sospechosamente- más costoso que el resto. Lo cual llevaría a otro debate sobre el “precio” de las “modas”, cualquiera que sea su motivación y su autenticidad (o no).
El caso es que todos los esfuerzos personales, cada ahorro de luz o agua que hagamos a costa de nuestra comodidad, cada apuesta al reciclado, a las energías renovables o a la alimentación orgánica, funcionan a pequeña escala, en ámbitos de autosustentabilidad. Pero resultan claramente insuficientes para la sustentabilidad del planeta… salvo que retrocedamos miles de años en nuestra “evolución” (entre comillas).
Porque, en el fondo, el gran problema del planeta es el ser humano. Y no por su maldad, su torpeza o su desconocimiento (que también). Es un problema de volumen: somos demasiados para que cualquier sistema medianamente amigable con el ambiente tenga éxito.
Pero no nos olvidemos que el planeta sabe autorregularse y, cuando llegue a su punto límite, se deshará de su principal amenaza.
Por eso, la pregunta no es qué mundo queremos dejar a nuestros nietos. La pregunta es qué mundo vamos a dejar a las ratas y las cucarachas (y con suerte, si no tarda demasiado, a los perros, los elefantes, los tucanes, los yaguaretés y las araucarias) cuando la próxima glaciación o el próximo asteroide nos borren del mapa.