Por Mario Zajaczkowski
Seguramente la celebración de los festejos patronales en honor a San Pedro y San Pablo, después de tantos años de vigencia y por razones obvias, no serán en este año los mismos y nuestra gente recordará con el paso de los años esta circunstancia, sobre todo en una comunidad como la nuestra, tan apegada a la religiosidad, a las tradiciones y a determinadas fiestas populares.
Generalmente en años anteriores, cuando se avecinaba el mes de junio, no hacía falta que el cura párroco convocara a los feligreses: había algunas familias caracterizadas que se acercaban para cumplir con un legado heredado de generación en generación, una entrega desinteresada y noble para que nuestra fiesta tenga ese colorido tan importante.
De esas figuras rescato la presencia casi santa de Doña Marcela Tarnowski de Hubert. Tanto ella como sus hijas y demás familiares eran de esas personas que tenían actividades específicas.
Doña Marcela había nacido en Oberten Heredenga (Polonia) el 1 de octubre de 1896. Como tantos inmigrantes, llegó a nuestro país en barco en 1904, en compañía de su padre Marcelino y su hermano Pedro.
De Buenos Aires llegaron a nuestra localidad, donde nacieron sus otros hermanos: Juan, Mariano y Pablo, que tomó el nombre de Andrés cuando se ordenó sacerdote.
Desde chica tuvo que trabajar en la chacra. Ella y sus hermanos ayudaban para el sustento de la familia. “Viajaban en carro de Apóstoles a Posadas a vender los productos de la chacra, como lo hacían muchos niños y jóvenes por entonces, después de una larga travesía”, cuenta una de sus nietas.
A los 22 años entró al convento de hermanas religiosas como pupila, pero salió al tiempo porque una monjita le aconsejó que siguiera a Dios casándose y teniendo hijos. Así, contrajo matrimonio con Ladislao Hubert, un viudo que ya tenía nueve hijos y con él tuvo otros tres: Magdalena, Josefa y Ladislao.
Tenía como consigna rezar y cantar siempre, en todas las circunstancias de la vida, dando gracias al Señor. A pesar de las dificultades y problemas, el rezo y el canto coronaban sus jornadas de trabajo. Era ella la que cantaba -en idioma polaco o castellano- en las misas, ritual heredado luego por sus hijas.
Con el tiempo, la voz de Marcela, “la viejita Hubert” como cariñosamente la llamaban, pasó a ser una huella más en todas las celebraciones religiosas.
La gente la veía pasar y parecía reverenciarla en su marcha, nadie osaba ocupar su lugar en uno de los bancos de madera en la nave central de la iglesia. Desde él, su voz suave y encantadora cubría el espacio de manera prodigiosa, su voz plena de duendes e historias se impregnaba en los ladrillos del templo y se hacía repique de bronce en lo alto del campanario.
Doña Marcela Tarnowski de Hubert falleció a los 102 años el 8 de julio de 1998, rezando y con el rosario en las manos. Los que vivimos el presente con nostalgia de aquellos años parece que la vemos allí rezando y cantando, su figura delgada, casi diminuta, gastada por los años, entonando los cánticos sagrados que identificaron a un pueblo.
La veo con su pañuelito en la cabeza, color marroncito oscuro y con pintitas verdes, como a otros mujeres nuestras que jamás se cansaron de amasar el pan de la vida, de lavar la ropa, abrir la tierra, parir hijos, enseñándoles el camino recto con el mandato del canto y el rezo, una metáfora que sintetiza cómo se fueron proyectando estos pueblos de inmigrantes, que llegaron desde lejos muy pobres para morir tan pobres como habían llegado después de haber trabajado tanto.
En estos festejos disímiles a otros, la figura de doña Marcela encolumnará la peregrinación, cantando y rezando como siempre y, al decir de Pablo Neruda, “dulce como la tímida frescura del sol en las regiones tempestuosas, lamparita madura, apagándose y encendiéndose para que todos vean el camino”.