Así como aprendimos a ser severos con los demás, lo somos con nosotros, exigentes, estrictos, siempre tratando de hacer lo “correcto”, que el tiempo rinda y así dejamos de disfrutar del trabajo que estamos haciendo perdiendo la posibilidad de transferir amor al otro para hacerlo sentir que nos importa.
El conocimiento es necesario para enseñar, pero la presencia y el amor son ingredientes únicos para que el mensaje sea cual fuere llegue al otro ser humano. Por eso, viviendo la vida nos damos cuenta que ese ingrediente no lo da cualquiera.
Una persona que ayuda y escucha, lo hace porque ha pasado situaciones en la vida que, generalmente son de algún tipo necesidad y esa misma carencia hace que uno se vuelva empático y eso es lo que estamos necesitando en estos momentos: un alma humana.
La mirada, la atención, la comprensión, la escucha son sustantivos que hacen que una persona pueda contener a otra en momentos donde sólo es necesario estar.
A veces en la familia donde nadie pone en duda que hay amor, hay momentos en los que no toleramos ¡nada! Somos severos y duros, exigentes, faltos de empatía con la gente que amamos, damos por sentado que siempre tendremos tiempo para hacer ¡sentir bien al otro!
Pero como dice la escritora George Eliot: “Cuando llega la muerte, la gran reconciliadora, jamás nos arrepentimos de nuestra ternura sino de nuestra severidad”.
Es una frase fuerte, pero nos ayuda a reflexionar a cerca de cómo tratamos a los demás.
Si supiéramos que no vamos a ver más a una persona, ¿la trataríamos mal? o ¿seríamos amables y pacientes? Por ahí pensar esto nos puede ayudar a conectar con nuestra mejor versión, esa más humana, comprensiva; esa que escucha, que busca la paz, que entiende que el “otro” a veces no puede.
Hoy los invito a que nos detengamos en este momento y miremos a quien tenemos al lado y pensemos: “si mañana no está, ¿qué recuerdo le dejaría de mi?
Que Dios los bendiga.