Hasta que ellos nacieron pensé que sabía lo que era amar y estaba convencida que era un sentimiento tan fuerte que te explotaba el alma, “mariposas en el estómago” como dicen algunos. Pero cuando llegaron, cambiaron mi mundo para siempre, dieron nuevos significados a la palabra amor.
Me enseñaron que amar es cuidar, es quedarse al lado toda la noche si es necesario hasta que los monstruos se vayan o el sueño llegue, lo que suceda primero.
Amar es sentir que no existe plan más maravilloso que jugar y compartir juntos.
Me enseñaron que el amor es una fuerza poderosa, capaz de sostenernos en situaciones difíciles, que siempre nos inspira a sacar lo mejor de nosotros y sin darse cuenta me demostraron que la vida son momentos, que la felicidad está hecha de instantes que quedan grabados en el alma para siempre.
Amar es acompañar y apoyar, alentar a dar ese salto que tanto anhelan, llevarlos a entrenamiento, apoyarlos en sus sueños, darles confianza.
Con ellos aprendí a organizar partidos de fútbol con bizcochuelo, disfruté de sus risas al acarrearlos en el auto con sus amigos, todos transpirados pero felices de compartir un buen momento, y me enseñaron el valor de entregarse a esos instantes, a esas pequeñas charlitas que surgen mientras los busco y los llevo.
Amar es poner límites por mucho que me cueste decirles “No” muchas veces, es creer en ellos y ver todo el potencial que tienen más allá de cualquier circunstancia temporal.
Es no dejarlos caer, exigirles a dar todo y valorar cada paso o decisión que tomen para ser mejores, sin importar el resultado.
Ellos me hicieron disfrutar el valor de las pequeñas cosas y me enseñaron, pequeños grandes maestros, que el amor no tiene un día sino que se demuestra todos los días con gestos, palabras y hechos.