
Florencia Ludmila Bogado (16) vive junto a su familia en la colonia Cuatro Bocas Laharrague, de Montecarlo. Es donde creció aprendiendo cada día sobre el sacrificio que implica vivir en una zona rural. Desde que eran pequeños, sus padres Osvaldo Bogado y Lucía Samudio, les enseñaron a ella y a sus hermanos Fabián, Ariel y Liliana, cada uno de los trabajos que podían realizar en la chacra. Es sobre esa experiencia que la joven escribió en su cuenta de Facebook, como algo normal y cotidiano. Pero esta vez no pasó desapercibido. La profesora de historia, Gabriela Escalada, le propuso que lo hiciera conocer, y Florencia redactó una carta que la docente se encargó de socializar.
En la misiva la estudiante del último año del secundario relató que “a partir de los 11 años comencé a ayudar a mi madre en la producción de alimentos como la mandioca, el maíz, maní, porotos. También una variedad de frutas y verduras, para luego cosecharlas para nuestro consumo, ya que muchas veces era una ayuda en momentos difíciles”.
Añadió que en los tiempos en que se inicia la cosecha de la yerba mate toda la familia se dedica a la tarefa y que con cada amanecer “comienza la rutina y la lucha constante para todos. Si tenía clases por la mañana, trabajaba por la tarde. Y en los años que tenía clases por la tarde, me dedicaba a trabajar por la mañana, ocupando las noches para hacer las tareas de la escuela y, de esa manera, estudiar”.
Pero, “el trabajo y el sacrificio” que implica ayudar a sus padres en la chacra, “no me impidió a mí ni a mis hermanos, ser siempre alumnos aplicados y sobresalientes. Es así como antes de la pandemia mis días de la semana transcurrían en una rutina constante. Mi jornada comenzaba a las 5.30, en compañía de unos mates en familia, mientras preparaba un buen reviro para desayunar, como así también la ‘matula’ (vianda) para llevar. Después de alimentar a los animales (gallinas, cerdos, perros, gatos) que solemos criar, llegaba el momento de irnos a trabajar. Nos subíamos al tractor junto a las cosas que preparábamos para llevar y nos dirigíamos a la chacra. Trabajaba hasta el mediodía y luego volvía a casa para poder prepararme a tiempo para ir a la escuela, con el objetivo de no perder el colectivo de las 11.30, porque después no ingresaban más colectivos a la colonia”, recordó.
La escuela secundaria, el BOP N° 43, del barrio Guaraypo, a la que concurre Florencia, queda a cinco kilómetros de su casa, “kilómetros que debía recorrer caminando al finalizar el horario de clases para entonces así volver a casa. Y si mis padres aún seguían con las tareas, me cambiaba e iba a ayudarles nuevamente, hasta volver todos juntos a casa. Y a partir de ahí, ayudarnos unos a otros para mantener limpia la casa y preparar algo de cenar, para así poder dormir temprano, ya que en la mañana nos esperaba la misma rutina”, agregó.
Los fines de semana, Florencia los dedicaba “únicamente a participar en mi iglesia ‘San Isidro Labrador’ de mi religión católica, donde formo parte de un gran grupo de jóvenes misioneros. Somos más de 150 misioneros de diferentes barrios de Montecarlo, todos unidos con el fin de reunirnos y reflexionar sobre el mensaje de Dios y así poder compartirlo en los hogares de distintas localidades de nuestra provincia”.

Actualmente, “en este difícil momento de la pandemia, estoy cursando el quinto y último año del secundario, pero al pasar más tiempo en casa, debo trabajar de tiempo completo con mi familia. Debido a que nos invadía la incertidumbre de no saber si podríamos seguir trabajando, entonces nos pasábamos los días completos ayudándonos con mucho esfuerzo, sin importar las mañanas de mucho frío ni las tardes de tanto calor, porque el cansancio no significa nada al saber que puedo completar mis días ayudando a mi familia con los ingresos de la casa, ya que el tiempo de cosecha de yerba mate es la oportunidad de obtener más dinero”.
“Buscamos evitar que el peso de nuestras necesidades se cargue únicamente sobre la espalda de mis padres, como fue siempre, ya que la vida de un peón rural implica mucho sacrificio, es ganarse el pan de cada día con el trabajo que eso necesite. Es así como en mi adolescencia vivo una realidad distinta a la de los demás. Aprendí año tras año que hay algo nuevo por realizar, tanto, así como aprendí a conducir el tractor, ayudando a papá a realizar cargas de lo que solemos cosechar”, contó, orgullosa.
Confió que su familia “siempre funcionó así. Nos esforzamos por lo que queremos, trabajando duro, sin importar la diferencia entre hombre o mujer, mis hermanos y yo siempre hemos seguido la misma rutina. Mis dos hermanos mayores, al cumplir 18 años y terminar el secundario, lograron ingresar a la universidad (uno sigue analista de sistemas y el otro profesorado en economía), y mi hermana y yo, seguiremos el mismo camino, en busca de un futuro mejor. Hoy en día, pese a la mala conectividad de Internet para desarrollar las clases online, sigo con el objetivo de ser una alumna aplicada, con muchos sueños y esperanzas, con la idea de tener una profesión, y hacer sentir orgullosos a mis padres, por hacer valer todo el esfuerzo que dedicaron de sus vidas, para que la nuestra sea mejor, sin olvidar nuestras raíces ni el valor de la humildad”.
Padres siempre presentes
Tanto Florencia como Liliana, su hermana menor, no asistieron a la sala del Nivel Inicial (preescolar) porque debido al horario escolar y a la distancia que separa la escuela de su domicilio, a sus padres se les hacía complicado ir a buscarlas al finalizar el horario de clases. Fue así como Osvaldo y Lucía les enseñaron “todo lo que necesitábamos aprender para trasponer ese escalón. Al cumplir los 5 años, el primer día de clases mis padres me llevaron a la escuela, le explicaron nuestra situación a la directora y ella decidió tomarme un examen a fin de evaluar si estaba capacitada para iniciar directamente el primer grado. Gracias a esa enseñanza de mis padres, mi hermana menor y yo no hicimos el preescolar pero nos mantenemos un año adelantadas”, manifestó.
Para Florencia trabajar a la par de los suyos y concurrir a clases es algo absolutamente común. No se percibe como un ejemplo, ni busca serlo. “Es algo común, y lo veo así, pero cuando comento, incluso a mis propios compañeros de clase o a los mismos profesores, ellos me dicen que por ahí, contarlo, es una forma de incentivar, de impulsar, de demostrar que hay jóvenes que se esfuerzan más que otros para lograr las cosas”, mencionó la estudiante, a la que le gustaría dedicarse a la educación especial.

Lamentó que haya muchos chicos que abandonan la escuela para seguir trabajando o para seguir en la chacra, y “la verdad es que se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo. Trabajar en la chacra es algo sumamente digno, pero no se sale adelante con eso y no se puede tener un futuro estable. Lo digo porque sólo mi padre terminó séptimo grado y es complicado. Por eso nuestros padres nos impulsan a mí y a mis hermanos para que estudiemos y salgamos adelante”.