La golondrina Tita había quedado irremediablemente rezagada. La bandada se fue, despidiéndose de la ciudad con preciosos arabescos que se celebraron en las plazas, en los puentes, en los balcones.
Pero ella no pudo. Quedó ahí, escondida en el campanario de una iglesia de piedra. Su mamá le había alertado: “tita, tita, no seas tan golosa”, pero ella ñam ñam, un mosquito tras otro. Ñam, un bichito acá, ñam otro por allá… “pronto vamos a migrar. El viaje será larguísimo”.
Tita prefería vuelos cortitos, en el parque, mientras miraba a los chicos que saltaban a la soga, se columpiaban, corrían riendo tras una enorme pelota colorada…
Así que el día de la partida apenas pudo dar unas vueltecitas, empujada por otras alas y otro entusiasmo. No hubo cómo seguir. Estaba redondita y excedida. Le dio tristeza ver cómo se iban, dispuestas a atravesar el continente…
Se quedó ahí, triste y confundida. Arrepentida, claro. Pensó que todo el mundo se quedó atribulado por ella, con ella, porque de pronto…¡qué silencio!. Nadie en los paseos, en los toboganes. Las hamacas se mecían solas, empujadas por el viento. Las calles, vacías…
Entonces vio a la nena, dibujando barquitos, nubes, flores, pajaritas, en el vidrio empañado. ¡lindos!. Tita, que era una golondrina curiosa, se acercó al alfeizar para mirar de cerca.
Los dibujos eran alegres, pero la nena no estaba contenta. Se notaba. Es que los caminitos trazados no llevaban a casa de los abuelos, las nubecitas no regarían el jardín de sus babus y nunca, nunca iba a poder llevarles esa florecita de puro vaho.
El sol se desperezó del todo, y los trazos se desvanecieron. Ahí quedó la nena, acongojada. Del otro lado del vidrio, rita, arrebujada.
Así se encontraron las miradas. La nena abrió la ventana y acarició el cuerpecito sorprendido. El acuerdo fue un secreto entre las dos. La golondrina voló con una esquelita que tenía un monigote y un mensaje: ¡Los extraño mucho! Julia.
Y regresó con la respuesta: sí, nena. Pero quedate en casa. Tu pajarita te lleva nuestros besos guardados en su pancita. Los abuelos.
Cuando Tita entregó los besos y el recado, voló al balcón del frente, con un tren pintado para Juani, el amiguito del parque. Retornó con un hermoso abrazo de mentiritas, garabateado en papel amarillo.
Así, muchos días. La nena y la pajarita supieron que las calles vacías y los aplausos de las nueve de la noche, las tardes sin plaza y las mañanas sin jardín, y los sábados sin compras y los domingos sin visitas, eran porque un bichito, malo pero con coronita, podía enfermar a los nenes, las maes, los papás y los abuelos.
Pero no podía detener las ganas de las alitas de Tita, ni el cariño de Julia, que siguió mandando cartitas, ni el amor de los abuelos, que enviaban besos azules escondidos en golondrina…
Cuando hubo permiso para pasear, Tita estaba livianita y dichosa. Sus alas se habían puesto fuertes y valientes. Migró, buscando su bandada y su destino y dejó las manitos pájaras de una nena esperando su regreso, en la nueva primavera.