A las palabras nunca se las lleva el viento porque en ellas hay fuerza, sentimientos, emociones. Muchas veces cuando llegan, no se van más y es por eso que es tan importante cuidar qué decimos y cómo lo decimos.
Las palabras pueden ser una caricia o un látigo, el motor que nos da la fuerza para hacer algo que parece imposible o el ancla que nos mantenga quietos en el mismo lugar.
El poder de las palabras cuando uno cree en ellas es infinito, decirse y decir cosas positivas, darse la oportunidad de que todo puede ser mejor, que podemos construir lo que soñamos.
Cuando nos vemos a nosotros mismos o cuando vemos a los otros debemos mirar más allá del aspecto o de la situación aparente. Para “vernos” o “verlos” tenemos que observar más allá de lo que se ve a simple vista, de la situación actual y ver el potencial, el corazón escondido, de esta forma podremos hallar las “palabras que brillan”. Las que esperan ser dichas porque inspiran y nos recuerdan que somos mucho más que cualquier situación actual, que está en nosotros el potencial para elegir y ser lo que queramos ser.
La verdad cruda sin el propósito de aportar o construir hace daño. La “crítica constructiva” está mal llamada así porque si es “constructiva” comienza por destacar las fortalezas, por ver al otro como ser brillante que es, lleno de posibilidades y con dones que le son particulares.
Parándonos en esa base y aportando las palabras que hablen sobre esto, lo que digamos después, no es ni suena a “crítica”, sólo son puntos de mejora detalles para pulir, que de verdad nos harán mejores.
Decir la verdad es importante, necesario porque nos hace creíbles, íntegros y dignos de confianza, pero hay una enorme brecha entre decir la verdad y lastimar. La verdad construye a largo plazo y si son dichas desde el amor fortalecen las relaciones.
Las palabras transmiten fuerza, emociones, sentimientos, seguridad, calor. Cada uno de nosotros tenemos la capacidad de ayudar, construir, acompañar, cuidar, proteger, acariciar y sanar mediante ellas.
Si miramos a nuestro alrededor veremos que estamos llenos de ejemplos de cómo una sola palabra lo puede cambiar todo. Cuántas veces sentimos miedo ante algo nuevo y alguien querido en quien confiamos nos miró a los ojos y nos dijo: “¡Vos podés!” y de golpe sentimos que podríamos, que de alguna manera todo saldría bien.
Quién no ha visto cómo un partido se revierte por completo después de que el entrenador habla a sus jugadores en el entretiempo o cómo las palabras de una madre que dice a su hijo: “siempre estaré a tu lado” resuenan eternamente aunque ella esté cuidándolo en el cielo.
Las palabras, ya sean positivas o negativas siempre están acompañadas por sentimientos, gestos, detalles, por eso tienen tanta fuerza, pueden modificar lo que parece imposible y muchas veces se quedan para siempre en nuestro corazón y en nuestra memoria.
Antes de hablar es importante pensar si lo que vamos a decir son palabras que acarician, construyen, llevan luz o ayudan a crecer.
Una vez leí una frase anónima que decía: “Si piensas algo bueno de una persona díselo siempre. No puedes imaginar el poder que tiene una palabra amable inesperada”.