Por Paco del Pino
Se planteaba en este mismo espacio hace unos meses (allá por los inicios de la pandemia) la tesis de que el coronavirus se ha convertido en el fenómeno más decisivo históricamente, al menos desde la era de las glaciaciones, debido a que desde entonces ningún contexto había afectado a todas las personas de todo el planeta al mismo tiempo.
Pero también se aclaraba que este fenómeno no se podría entender (y acaso no se podría haber producido) sin tres factores previos que, además, lo modelaron decisivamente: la globalización, el “boom” de las nuevas tecnologías y la posverdad: esa “nueva era” en la que tierraplanistas, antivacunas, negacionistas y conspiranoicos navegan fluidamente en las redes sociales al tiempo que líderes mesiánicos de todo el espectro ideológico atacan sin pausa a los medios tradicionales, acusándolos de mentir con oscuros fines y promoviendo un nuevo criterio de veracidad: la verdad de uno mismo.
En la aguda visión del filósofo italiano Maurizio Ferraris, el principio fundamental de la posverdad es que todas las verdades son iguales: “Lo verdadero es lo que a nosotros nos suena como verdad; todo lo demás es una invención de estafadores y corruptos. Si ninguna verdad puede aspirar a ser la última, entonces también mi verdad vale tanto como la de cualquier otro, incluyendo a los expertos. Dado que incluso los expertos pueden tener intereses que comprometan su verdad, mientras que la mía es -se supone, por hipótesis sin fundamento- totalmente desinteresada y sincera, entonces yo tengo razón”.
Así, algunas de esas verdades “son más iguales que otras, es decir, atendiendo a los hechos, algunas son más verdaderas e indiscutibles”, por eso “los postruistas interrumpen la conversación a la primera objeción, tildando de mentiroso, vendido o estafador a su interlocutor”.
Es que -según Ferraris- “la posverdad no es una producción de mentiras que se toman como verdaderas, sino la emisión de ‘verdades’ fuera de lugar, que surgen de la enorme facilidad que da Internet para expresar y difundir opiniones personales, con la esperanza de ser reconocido por sus semejantes, aunque sea sólo con un like”. El hombre “desea confirmación y protección, y si alguien me niega que la Luna esté hecha de queso, no me obligo a reexaminar mis creencias, sino que lo excluyo de mis amistades”, ejemplifica.
En consecuencia, en palabras del gran periodista español Mario Tascón, “cada vez es más difícil para los medios de comunicación hacerse creíbles y respetables en un mundo donde cada vez hay más gente descontenta, que sólo quiere ver y leer aquello que demuestra lo que ya piensa, y que sospecha de los medios de comunicación como parte cómplice del sistema que les hace infelices”.
La infodemia
La posverdad imperante obliga a revisar conceptos que ya teníamos aparentemente superados. Uno de ellos es la infoxicación, un término acuñado hace casi 25 años por Alfons Cornella, entendido como una saturación y sobreexposición a la información. Ahora se denomina infodemia: una abundancia desordenada de datos y noticias sobre la evolución del contagio masivo por el COVID-19.
Según ese concepto, los periodistas y los medios habríamos contribuido a la confusión de los ciudadanos, a la expansión de falsedades. Como advierte José Antonio Zarzalejos, “la infodemia no es un concepto. Es un estigma, un reproche, una reprobación (…) de los poderes más ávidos de dominación surgidos del populismo, de los ‘hiperliderazgos’ que descreen de la madre de todas las libertades, que es la de expresión”.
Porque, si vamos al caso, la “intoxicación” de las mentes a través de informaciones falsas publicadas por error o deliberadamente no procede de esos contenidos en sí mismos sino de la alienación producida por las formas de consumirlos: los periodistas ya no controlan el acceso a la información y la gente se vuelca más en las redes sociales y en otras plataformas, donde hay acceso a una gama más amplia de fuentes y “hechos alternativos”, algunos de los cuales contradicen las recomendaciones oficiales, son engañosos o directamente falsos.
En ese contexto, es mínimo el aporte de los medios de comunicación a esa confusión, en comparación con los otros actores devenidos en comunicadores por obra y gracia de las nuevas tecnologías: un reciente estudio del Reuters Institute de Oxford (Inglaterra) mostró que el 69% de la desinformación comentada y compartida sobre COVID-19 fue generada por políticos, celebridades y otras personalidades públicas.
Ésa es también la percepción de los públicos, más allá de las “burbujas” sobre las que pueden incidir en mayor o menor medida los “iluminados” de turno: los políticos de cada país son señalados como los principales responsables de la información online falsa y engañosa (40%), seguidos por los activistas políticos (14%), los periodistas (13%), la gente común (13%) y los gobiernos extranjeros (10%), según el último informe “Digital News Report” del Instituto Reuters.
“Cuando la política acusa a los medios de mentir y manipular, bastaría solicitar pruebas científicas de los supuestos efectos todopoderosos de los medios en la opinión pública. Que obviamente no tendrían. Desde hace mucho tiempo, la ciudadanía no es un receptor vacío a la espera de mensajes que le organicen la existencia. Los fanatismos anteceden a la elección de los medios. En todos los rubros hay grupos reaccionarios que, como los terraplanistas, se aferran a axiomas ideológicos en contra de cualquier fundamento empírico”, sintetiza Adriana Amado en “La falacia de la manipulación mediática”.
Más ética, menos Nodio
Lo cierto es que este nuevo/viejo campo de batalla entre la verdad y la posverdad se perfila al mismo tiempo como un caldo de cultivo para iniciativas que, con buenas intenciones o intereses oscuros, se amparan en la lucha contra las noticias falsas o maliciosas para intervenir sobre lo que se publica, ya sea profesionalmente en los medios tradicionales o de forma amateur a través de las redes sociales.
Así nació “Nodio”, un “observatorio de medios y plataformas digitales” impulsado por la Defensoría del Público de la Nación (es decir, desde el Estado), dirigido por la periodista Miriam Lewin y apuntalado por un consejo asesor cuyos integrantes aún no se habían oficializado al cierre de estas líneas.
Así se desató una vez más en Argentina el tedioso debate sobre la centralidad y los límites de la libertad de expresión, de prensa y de información; sobre “el riesgo para la convivencia democrática” que supone “construir con falsedades noticias que apelan a la emocionalidad y fortalecen prejuicios” (como argumenta la propia Lewin); ni en el “riesgo cierto” de que “este tipo de órganos de vigilancia sean utilizados (desde el Estado) como método sutil de disciplinamiento o represalia por motivaciones ajenas a los principios que dicen promover”, como plantea el Foro de Periodismo Argentino (FOPEA).
Nodio dice apuntar a “crear ámbitos participativos de debate permanente sobre la temática abordada”, “promover el conocimiento científico sobre la desinformación y contribuir a mitigar el fenómeno de la información maliciosa”, “elaborar material dirigido a la promoción de la resiliencia social frente a la problemática de la desinformación”, “realizar campañas de capacitación en alfabetización digital y mediática” y “promover compromisos de buenas prácticas informativas y discursos de respeto”. Hasta ahí, todo hermoso.
Pero también promueve “identificar, exponer y explicar la desinformación”, un “monitoreo” que, con las características que propone este Observatorio, “siempre es un llamado de atención para la libertad de expresión, que es, ante todo, un derecho de la ciudadanía”, alertó FOPEA desde el minuto cero.
Incluso el presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), Christopher Barnes, se hizo eco de la “novedad”, atribuyendo a Nodio el “oscuro propósito” de “regular a los medios y entrometerse en los contenidos”, por la vía de “juzgar la conducta y los criterios editoriales de los medios, decidiendo qué es bueno o malo para la sociedad”.
En realidad, el principal interrogante de este “observatorio” es -en pleno auge de la posverdad- de dónde saldrá su autoridad moral, ética o profesional para decidir qué es información o desinformación, qué es correcto o incorrecto. ¿Cómo van a determinar la “mala fe” o en general las intenciones detrás de cada mensaje? ¿Se aplicará sólo a los medios de comunicación “formales” o a todas las múltiples vías de “información informal”?
¿Por qué se necesita un “observatorio” estatal (o para-estatal) si decenas de plataformas integradas en su mayoría por probos periodistas (desde Chequeado a Maldita, pasando por First Draft, AFP Factual y tantos otros) ya se están dedicando a verificar o desmentir de forma independiente los contenidos más polémicos que circulan por Internet, las redes sociales o sistemas de mensajería, justamente en defensa de la profesión?
¿Se convertirá también en un aparato para-judicial, que “castigará” de alguna forma a quien crea que está cometiendo un delito, sin necesidad de accionar ante la Justicia, que -no olvidemos- también es un poder del Estado y justamente el encargado de velar ante cualquier desvío de la libertad de expresión o de prensa?
Y por último, teniendo en cuenta que los países más avanzados (y que más tiempo llevan lidiando con los efectos indeseados de las nuevas tecnologías) aún no encuentran la forma de poner coto legalmente a la circulación de desinformaciones y falacias, sin al mismo tiempo limitar los derechos y libertades vigentes, ¿cómo pensamos resolverlo tan fácilmente en Argentina, el reino de la dramática confusión entre lo público, lo estatal y lo partidario?
¿Entonces?
Entonces nada. No vengo a proponer soluciones que no tengo y tampoco encuentro en bibliografía o googleografía alguna. Es un problema complejo que tiene más visos de resolverse por decantación en el tiempo que por caprichos o políticas de turno aplicadas por falsas urgencias o por motivaciones non sanctas.
En su libro “Posverdad y otros enigmas”, Maurizio Ferraris plantea que “el fact cheking (verificación de contenidos publicados) resulta insuficiente o incluso contraproducente, porque lo desmentido multiplica el error, al no tener en cuenta nuestra inclinación a creer que es fiable aquello que confirma nuestras creencias”.
Así lo confirma un estudio del Massachusetts Institute of Technology (MIT) publicado en 2018, según el cual la desinformación se propaga mucho más rápido que las informaciones que la desmienten: las “fake news” tienen un 70% más de probabilidades de ser compartidas y de convertirse en fenómenos virales que la información real.
“Impermeable a cualquier desmentido y tan persuadido de su propia verdad cuanto más fuertes sean los propios desmentidos, el postruista (el sujeto de la posverdad) verá en las voces disidentes una maniobra organizada por poderes fuertes o aristocracias intelectuales”, sentencia el filósofo italiano. Así, cuanto más se “lucha” contra la “pavada”, más se refuerza, porque cada desmentido la reactiva al interior de su “núcleo duro”.
Así que tal vez lo mejor sea tratar de seguir haciendo el mejor periodismo posible para la mayor cantidad de gente posible y dejar que la desinformación se vaya ahogando en sus propios nichos minoritarios, como de hecho se hizo durante los dos siglos anteriores, donde nos creíamos importantes pero no decisivos.
Los cinco pilares de la “infoxicación”
Así como Donald Trump no es el adalid de la posverdad, sino su más caracterizado exponente, las redes sociales no crearon las “fake news” ni la “infodemia”, pero sí las convirtieron en un problema central. Maurizio Ferraris da cinco pistas de por qué:
1. Viralidad:
Lo cuantitativo se transforma en cualitativo (el número de lecturas, reacciones o compartidos es lo que da valor a una publicación, mucho más que su contenido).
2. Persistencia:
El periódico del día anterior era el símbolo de lo efímero; ahora los documentos flotan en la web sin fecha ni contexto.
3. Mistificación:
Es facilísimo crearse identidades ficticias que gozan de libre ciudadanía sobre todo en la información, mientras que antes el anonimato desacreditaba una noticia y la creación de falsas identidades se solía enfrentar a dificultades técnicas y sanciones jurídicas.
4. Fragmentación:
Se pasó de una fuente que llega a muchísimos destinatarios a una fragmentación. Así, a través del filtro de los algoritmos, surgen fuentes personalizadas que dicen aquello que los usuarios quieren que se les diga, contribuyendo así a la producción de verdades alternativas y de cámaras de resonancia.
5. Opacidad o “niebla contextual”:
Es difícil constatar la autoridad y la responsabilidad. La web se convierte así en el reino del “se dice” y la comunidad de la comunicación se vuelve una comunidad de la desinformación. Las creencias se atomizan y se vuelven identitarias: enunciar una verdad no significa el reconocimiento de una situación, sino la afirmación de la propia identidad de millones de personas convencidas cada una de ellas de tener razón.