(Primera parte)
Habíamos decidido irnos de vacaciones al mar. Después de conducir más de doce horas por la ruta Br 470, cuando vi en el GPS que estaba cerca de la ciudad del Oktoberfest, Blumenau, presentí que habría de ser una parada inolvidable.
Si allí festejaban la mayor fiesta cervecera de Brasil -una de las más grandes del mundo después de Alemania-, no podía hacer semejante desprecio.
Caía una densa niebla sobre la serranía, así que llegamos a la ciudad buscando un hotel a ciegas. Increíblemente ¡ninguno disponible! Me ofusqué, no lo niego, pero como suelo tener un as en la manga, hicimos lo de siempre: buscar pequeños residenciales familiares que a veces no figuran en las guías de “recomendados”.
Después de la vieja cervecería de la ciudad, pude divisar el cartelito luminoso con una letra apagada que rezaba: “das haus der katze“ (la casa del gato en alemán), parecía más salido de una película de terror que de una ciudad turística, pero mi espalda ya no estaba para nimiedades.
Tomamos una habitación cuádruple con vista al parque municipal en honor a los fundadores de la ciudad, la familia Blumenau, quienes habían venido en barco hasta la costa atlántica directamente desde Alemania.
Para hacer honor a la tradición, pedí en el bar del hotelito una cerveza artesanal de la casa, que servían en una gran jarra tallada con un alemán bigotudo vestido de pantalones cortos con tiradores, medias blancas, suecos y sombrero con pluma.
Todos subieron a la habitación, yo los acompañé apenas minutos después. Nos dormimos rápido. Manejar desde Posadas tantas horas seguidas hizo mella en mí y sólo deseaba recostarme para seguir nuestro camino hacia la playa al día siguiente.
No recuerdo bien la hora. La niebla seguía allá afuera, como cuidando nuestro sueño, cuando el viento de la serranía abrió súbitamente la ventana de nuestra habitación, sin pedir permiso ni entender razones y me produjo un desvelo inusitado.
Estaba hecho flecos del cansancio y sin poder dormir. No tuve otra opción que vestirme e ir al hall del hotelito, una típica casa alemana construida por los fundadores del pueblo por el mil novecientos y tanto. Preferí salir para no molestar a Pili y los niños.
Grande fue mi susto cuando en la vereda me topé literalmente con la que supuse era la dueña del hotel, una mujer a la que el paso del tiempo le había tallado un rostro blanco de mirada azul penetrante.
-Disculpe! Qué torpe fui. -le dije a la anciana, quien llevaba un gato entre sus brazos y un séquito de gatos detrás. Su aspecto me recordó esas viejas películas en blanco y negro de la TV pública.
-No hay problema hijo, puede suceder. -me dijo en su brasileño/alemán (yo entiendo portugués).
– ¿Qué hace despierta a esta hora señora?, son como las tres o cuatro de la madrugada, y con ésta neblina!
-No suelo dormir de noche, la edad hace que los viejos durmamos poco, sabe?
-Sí, ya sé, mis abuelitos también dormían poco de noche, más lo hacían de día.
-Es que mis gatitos son muy demandantes. Les caliento leche y les pongo los platitos uno al lado de otro, con su respectivo nombre.
-Siete gatos tiene!, mi Dios! Y cada uno toma la leche en su plato, qué inteligentes! -le dije-.
-Sí, son muy educados, cariñosos, pero sobre todo, son mis fieles guardianes. Aquí nadie atiende a los mininos de la calle, salvo yo…no tengo familia, hijos, nietos, nada…sólo los gatos, siempre siete gatos.
– Y por qué siete? Y todos deben tener siete vidas me imagino! –dije a modo de chiste.
-Y usted cree que no? –dijo ella muy seria.
-Ahh, puras supersticiones, los muertos, muertos están. Todos viven aquí en el hotel con usted?- pregunté.
– Bueno, vivir…diría que no, ellos son medio salvajes, les gusta estar en el bosque, a veces no sé si son gatos monteses! Pero cada noche vienen a mí a recibir cariño y alimento, desde que era una niña.
-Se acuerda sus nombres?
Me clavó la mirada fría y fulminante, era obvio que dije una bobería.
-Peterle, Mire, Pepito, Mirl, Mirko, Putze, Vissch, Sitta.
-Quiere dar un paseo por nuestro jardín? La niebla ya casi se ha ido y todo el parque está iluminado con faroles que mi propio padre instaló hace muchos años.
No parecía mala idea. Así mataba el aburrimiento y conocía un poco esa bella ciudad. Pasamos por un bosque de palmeras enormes, centenarias. Llamó mi atención la fuente del niño haciendo pis eternamente. Se parecía mucho a una foto que había visto de Bruselas, llamada la Manneken Pis.
Con los gatitos al lado, enroscándose entre sus piernas – apenas podía caminar- me fue contando la historia del lugar, que llevaba el nombre del fundador, su tío abuelo, el Dr. Hermann Blumenau.
(Continuará)