Días atrás planteábamos en esta misma columna que, en el contexto de una crisis sanitaria creciente y ya fuera de control, cuando los gobiernos reflejan constantes cambios de rumbo, mensajes ambiguos y fuertes correcciones en cuestión de horas sólo suman a la confusión y, bajo esos parámetros, es de esperar que buena parte de la sociedad no se tome la crisis con la seriedad que amerita.
Es innegable aquello de que las responsabilidades siempre son compartidas y que, al fin y al cabo, a todos nos cabe aportar para que la situación no se agrave aún más.
Pero vaya por delante que siempre, en situaciones como las que atraviesa el mundo hoy, lo primordial es siempre ir de frente, blanquear todo, ofrecer datos reales, no ocultar información, no especular.
Hoy a casi todos sucede que en su propio entorno existe alguien que fue infectado con el virus, que lo tiene activo, o que ya lo negativizó, o que está aislado por ser un contacto estrecho de un positivo.
Aquello que hace meses sabíamos, pensábamos e imaginábamos al otro lado del mundo está ya en nuestras casas, en la de nuestros vecinos, en nuestros barrios.
Abundan los mensajes en los grupos alertando que en tal o cual vivienda del barrio o la cuadra existe alguien aislado o un caso positivo.
Muchas actividades incluso cerraron sus puertas aduciendo cuestiones sanitarias por algún empleado contagiado. Las colas en los laboratorios, tanto privados como públicos, son cada vez más voluminosas y los porcentajes que fluyen desde adentro cada vez más preocupantes.
Las cifras diarias, sin embargo, nos hablan de una situación totalmente distinta. Describen un contexto controlado, sin sobresaltos y con muy buenas perspectivas de cara al futuro.
Cuando la distancia entre lo que se dice y lo que sucede es tan evidente, es de esperar que la sociedad no se lo tome tan enserio y, por tanto, no adopte las medidas necesarias para ponerle fin a una crisis sanitaria que amenaza con ser monumental.