“Formé un dúo con mi hermana Lidia Eva. Más tarde, en 1929, llegué a la radio junto a mi hermano Aníbal, con quien también cantábamos a dúo. En aquel repertorio teníamos cosas como “La yegüecita” o “Mírala como se va”, que acompañábamos con nuestras guitarras. El primer sueldo que cobré fue producto de un trueque entre la radio y una casa anunciadora: ¡un pescado!… aunque a elegir entre pejerrey y merluza“, contó Edmundo Rivero, en uno de sus últimos reportajes, mostrando su faceta humorística.
Este lunes se cumplen 35 años desde que “El Feo” abandonara los arrabales de este mundo y se fuera a mejor vida. Le decían “El Feo” con objetivo rigor, muchos decían que sufría de gigantismo, su nariz era muy desproporcionada y su mentón se alargaba hacia el pecho, su labio superior estaba decorado con un fino bigotito, bastante cómico, sus manos y sus pies también eran exagerados.
Pero su cuestión física no fue lo que lo hizo famoso y aún hoy recordado, fue su voz y su particular manera de cantar tangos, tan así que fue nominado como “El Cantor Nacional”.
Guitarrista y cantor, su repertorio no se limitó al tango, sino que pasó a la historia como un auténtico intérprete criollo. Los jóvenes tangueros toman hoy su estilo como una referencia ineludible, y los rockeros lo admiran con pasión.
Debutó con José de Caro y al tiempo se unió a Julio de Caro en 1935, como vocalista, con este último no duró mucho y la culpa la tuvo su voz: “El público paraba de bailar para prestarme oídos, y eso a De Caro no le gustó nada. En conclusión, me quedé sin trabajo”.
Alternó entre la guitarra y el canto, o ambas al mismo tiempo, con las orquestas de César Bó, Horacio Salgán y Aníbal Troilo, entre muchos otros. Con él llegó a su primera grabación, con el tango “Yira, yira”, en 1947. Allí comienza su carrera como solista, en la que se destacan piezas como “Desde la cana”, “Amablemente”, “Línea 9”, “Para vos hermano tango”, “Pobre rico”, “Malón de ausencia”, “A Buenos Aires”, “La toalla mojada”, “Cafetín de Buenos Aires”, y “Sur”.
Además de ser músico, escribió un libro autobiográfico, con la intención de defender la difusión del lunfardo, llamado “Una luz de almacén”, y participó en distintas películas con papeles no muy importantes. Fue miembro de la Academia del Lunfardo, donde ocupaba la silla de Carlos Gardel.
De barrio tanguero
Leonel Edmundo Rivero nació el 8 de junio de 1911 en la estación de trenes Puente Alsina, donde su padre era jefe ferroviario, en el borde de Pompeya. “Nací bajo el mismo cielo al que tantas veces he cantado con versos de Homero Manzi, el de ‘Pompeya y más allá la inundación’”, contaría él mismo. “¡Quién iba a decirme que 37 años más tarde iría a tocarme estrenar el tango que habla del paisaje que me vio nacer!”.
Su madre, ávida lectora, lo bautizó Edmundo por el personaje de “El Conde de Montecristo”.
Pasó su infancia en el barrio de Saavedra, donde estudió guitarra y canto en el Conservatorio, pero cuando se le preguntaba por su formación, él aclaraba: “El canto es una manifestación emocional congénita. Mi formación se debe a mis padres, mis tíos y los payadores e improvisadores que escuché”.
Sus primeras influencias no pasaron precisamente por Gardel: “Lo escuchaba en aquellas viejas radios y me gustaba mucho, pero yo estaba en otra cosa. Todavía no cantaba tangos sino canciones sureñas: milongas, estilos, vidalitas y esas cosas. En cambio, sí aprendí mucho de la ópera, del lied. Ocurre que cuando uno conoce a Schubert o Beethoven o Rossini o Wagner, a los grandes músicos, puede volcar esos conocimientos en el tango“, explicaba.
Junto a Nelly Omar, Rivero fue uno de los últimos cultores del cancionero criollo, una de las influencias más importantes que reconocía. En 1969 fundó el famoso boliche tanguero El Viejo Almacén, en una casona
colonial ubicada en Balcarce e Independencia. El lugar se convirtió en una verdadera postal porteña, centro de reunión de figuras nacionales e internacionales.
Allí también era posible escuchar a Rivero acompañado por la Orquesta de Osvaldo Pugliese, en una noche cualquiera. Y allí también recalaba siempre el bandoneonista Ciriaco Ortiz, para quien la pinta de Rivero era una constante fuente de inspiración para sus bromas: solía decir que el dentista, en lugar de emplomarle las muelas a Rivero, se las asfaltaba. Que cuando iba a comprarse zapatos se probaba directamente las cajas. Que, de chico, jugaba a los trencitos con la estación de Retiro. Y siempre advertía: “Por favor… No te quedes cerca de Edmundo cuando esté por aplaudir”.
Fuente: Tino Diez