En muchas oportunidades hemos manifestado en esta misma columna la necesidad de fortalecer el sistema democrático con instituciones más dinámicas, proyectos a largo plazo, ideas consistentes y, por sobre todas las cosas, mejores políticos.
Porque, y siempre es necesario precisarlo, los queremos siempre políticos, pero urge que sean mejores de lo que son.
La miserabilidad que viene exhibiendo buena parte de la clase política argentina explica también el estado de las cosas. Aquel país “condenado” al éxito pareciera estar, en todo caso, condenado a ser gobernado por miserables.
Muchos de quienes hoy detentan el poder no sólo no pasarían una audiencia pública en otros países, sino que además serían parte de rigurosos procesos legales.
Diversas irregularidades (cuyos volúmenes se discuten de acuerdo al lado en el que se esté ideológicamente) atraviesan de punta a punta a todos los gobiernos argentinos de principio a fin.
A estas alturas ya no se trata de estar a la derecha o la izquierda de la Casa Rosada, porque en definitiva, llegue quien llegue saldrá de allí con un manto de sospecha.
El escándalo del “vacunatorio vip” es el último capítulo de una saga interminable de irregularidades de la clase política argentina. Pero no hay que engañarse. Es una nueva inmoralidad que sólo tapa la anterior… y así sucesivamente.
Es cierto, el flagelo se extiende en menor o mayor medida por todo el planeta, pero es llamativa la rigurosidad con la que se ensaña en este país.
Año tras año, gestión tras gestión, la masa crítica se alimenta de la corruptela política. Ese es, en definitiva, el origen de la mayoría de los problemas del país.
La miserabilidad que denota el último escándalo que envuelve a la clase política los deja al desnudo frente a la sociedad que dicen defender.
No se sonrojan siquiera frente a las cifras, ni les molesta irse por la puerta de atrás dejando como respuesta que todo se trató de un error involuntario.