Como esos encajes amarillentos que guardaban nuestras abuelas, no sé‚ para qué‚. O como fotografías de un álbum antiguo… Las tías viejas. ¨ Quién no las tuvo? Envueltas en un halo de lejanía y de misterio.
– Tía, ¿por qué no te casaste?
La pregunta infantil sonaba a insolencia, a falta de respeto, a la mala educación. Mal educado no; malo de educar. Se entrecruzaban miradas y con gesto amenazador, me imponían silencio.
– Tía, ¿Por qué no te casaste? Habrás sido linda, cuando eras joven. Con ese pelo largo que aún conserva su brillo y espesura; con esa silueta delgada y curvilínea que los batones disimulan; con esos ojos tan inteligentes...¿No hubo en tu pueblo chato, de siestas interminables, donde nunca pasa nada, un muchacho que te guiñara el ojo cuando entrabas o salías de misa? ¨ Alguien que se te declarara en el baile de las Fiestas Patronales o del 25 de Mayo?
¿Qué conceptos tan rígidos te inculcó tu madre – mi tía abuela que en paz descanse- augusta, perfecta, con esos labios tan finos que nunca sonreían? ¿Acaso ella no tuvo también su cuota de amor?
Aunque pensándolo bien, no; se habrá casado jovencita, casi adolescente como se acostumbraba entonces, con un marido cuarentón impuesto por la autoridad paterna, bebedor y mujeriego. De ahí sus labios apretados…
¿Y qué guardabas en el baulito de lata, que nunca quisiste abrir ante los demás? ¿Alguna carta furtiva, una flor disecada, un retrato prohibido?
Lástima que hayas nacido tanto tiempo atrás. Si lo hubieras hecho unas décadas después, no estarías bordando manteles de misa, ni cortando jazmines en el mes de María. Irías, sí, a la iglesia y te persignarías a la hora del Ángelus.
Pero en los atardeceres pueblerinos, en vez de suspirar larga y quedamente, mientras te balanceás en el sillón hamaca y deshojás lentamente la soledad de la noche, estarías conversando con tu marido, un hombre común, seguramente; con principio de gota y calvicie, pero que, mientras las sombras se irían alargando, en un gesto simple, cotidiano y compañero, te alcanzaría el mate.
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Pancracia es otra de las tías viejas. ¡Pancracia! ¿Por qué a nuestros antepasados se les ocurrían nombres tan feos? El almanaque, claro. Menos mal que hoy ya no vienen con Santoral, sino, era cuestión de embocarle el día, al nacer.
Pancracia no fue agraciada por los dones físicos de la naturaleza. Flaca y huesuda y con asomos de bigote. Uno podría pesar que por eso se quedó soltera. Pero no.
Tuvo un novio, un colimba que le escribía y le mandaba fotos con uniforme. Una de ellas, ampliada, aún preside la sala siempre en penumbras. Iban a casarse, a su regreso. El muchacho se murió en un accidente castrense. Y ella le juró fidelidad eterna sobre el ajuar casi completo. Así de simple.
Vive con un hermano. Y uno se pregunta de qué viven. El hermano, enfermizo, no trabaja. Ella, con apenas cuarto grado aprobado, tampoco.
Heredaron la casa paterna; paredes de ladrillo al desnudo, cubiertas por un musgo vetusto. Amplio terreno con árboles frutales: limones, naranjas, nísperos; alguna que otra planta de granada, durazneros y hasta un manzano que ya no da frutos.
En el centro, el pozo de brocal con culantrillos y reja trabajada. Un sapo añoso canta por las noches y, si uno se acerca, el eco devuelve la voz. Oscuro, insondable, como la vida de sus moradores.
Los muebles son tan austeros que ni siquiera un anticuario los querría. Un viejo sillón de mimbre, con una mesita haciendo juego. Y, por supuesto, con carpeta tejida al crochet. Como las cortinas.
Un aparador completa el mobiliario. Algunos cuadros manchados por la humedad y tal vez, lo único de valor, sea el reloj de pared, que antes daba la hora con sonoras campanadas pero desde hace mucho, mucho tiempo está mudo. Dicen que dejó de funcionar el día en que lo mataron al padre de la tía Pancracia. Claro, desde ese día, nadie más le dio cuerda y su mecanismo se habrá oxidado por la inercia.
Pero lo que realmente asombra es la facilidad con que ambos, la tía y su hermano, han detenido al tiempo. Allí todo está exactamente igual. Diríase que uno cometería un pecado al mover algo, o colocar una silla en otro lado.
Además, no leen ni escuchan radio. Y ni siquiera se han enterado de que existe la televisión en colores. No conversan con sus vecinos, aunque ocasionalmente intercambian un saludo.
En el patio, hasta parece que las hojas son las mismas que he visto el año pasado, y el anterior, y el anterior. Cuando los visito, cumpliendo con una tarea de curiosa piedad, tengo miedo de que, al besarla a la tía Pancracia, ella se desintegre en pedacitos de gastado pergamino y todo no sea más que una jugada de mi imaginación.
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Hace una semana falleció Pilarita, la más añosa de las tías viejas. La lloramos un poquito, la cubrimos de flores y le dijimos adiós.
Pero no es su muerte la que me empaña los ojos, sino su figura gordita, petisa y de larguísimas trenzas grises, que sigo viendo deambulando por el jardín, arrastrando las chinelas y cortando camelias para los floreros del Sagrado Corazón de Jesús, que está en la sala.
Además, ahora, ¿quién lustrará los cubiertos de plata, todos los días, muy temprano, mientras se toma el mate?. ¿Y quién pondrá a macerar las naranjas, para el dulce almibarado que le salía mejor que a nadie?. ¿Y quién rezará las letanías, los días de recogimiento ?
Pilarita – María del Pilar de Todos los Santos- casi había juntado una centuria. Y, al revés de las otras tías, nadie lamentó jamás que no se hubiera casado.
Era una más en la familia. Era la tía por excelencia. La que conocía remedios para el dolor de muelas. La que nunca se enojaba. La que ponía moneditas, a escondidas, en nuestro portafolios; la que nos llevaba galletitas dulces y secaba nuestras lágrimas, en las penitencias de un oscuro rincón; la que siempre se interesaba por nuestros deberes, revisaba cuadernos y boletines; la que intercedía por algún permiso.
Y era una suerte que no se hubiera casado, porque o sino, ¿quién se hubiera quedado con nosotros, cuando viajaban nuestros padres? ¿O cuando se iban a una cena, un cumpleaños, un baile?
Ella nunca salía más que para ir a misa. No sé si no la invitaban. Tampoco recuerdo que jamás le hayamos festejado un cumpleaños.
Le gustaban los caramelos, aunque el médico los había prohibido. Por eso nosotros, a fin de año, le regalábamos una caja en secreto, que le duraba muchísimo.
Nunca se cortó el cabello. ¿Alguna promesa? Le llegaba hasta las partes pudendas; era su orgullo, y lo cepillaba horas, al atardecer.
Ella sí que avanzó con el siglo. No se perdía telenovela, y, aunque no le gustaba nuestra música, conocía a todos los intérpretes mejor que nosotros.
Y sí; la tía Pilarita era vieja. Tan vieja que casi, casi, había cumplido cien años. Pero cuando nos hablaba con su voz gastadita, nadie se daba cuenta de su edad.
Y no es su muerte lo que me duele. Es la imagen de su figura recorriendo el jardín en busca de camelias…