En la mañana del viernes 4 de mayo de 2001, dos hombres que se hallaban pescando en aguas del arroyo Yabebiry hallaron el cuerpo sin vida de una mujer en avanzado estado de descomposición y amarrado a una máquina de escribir que hacía de anclaje.
Los pescadores de inmediato dieron aviso a la comisaría de San Ignacio, que se trasladaron al lugar del hallazgo: un recodo del arroyo, unos 700 metros aguas abajo del puente ubicado sobre la ruta nacional 12.
Algunas partes del cadáver, como la cabeza y los pies, carecían de tejidos blandos, ya que se supone que fueron devorados por los peces. A simple vista se podían observar zonas oscuras en el cuello y la región de la pelvis, lesiones que podrían ser interpretadas como hematomas causados por alguna acción violenta.
De lo que no cabía duda es de que quisieron hacer desaparecer el cadáver y para ello lo amarraron a una pesada máquina de escribir.
Con el correr de las horas se fue desanudando el ovillo de la investigación: la autopsia confirmó la muerte violenta –es decir, el homicidio, ya que por ese entonces aún no existía la figura legal de femicidio- y además que la víctima, identificada como Lorena Basabes de 24 años, cursaba ocho meses de embarazo.
A partir de ahí, todas las miradas apuntaron a su pareja, un policía llamado César Castillo.
La clave de la investigación fue la máquina de escribir que sirvió para anclar a la joven víctima lo más hondo posible del arroyo. El aparato tenía una sigla: PJ y un número de inventario. Correspondía al Poder Judicial, que la había entregado en calidad de donación a la Seccional Tercera de la Policía provincial, en Posadas.
¿Cómo llegó hasta el cadáver encontrado en el arroyo Yabebiry? El camino que siguió la máquina conducía directamente a la casa de Castillo, que prestaba servicios en la Tercera.
Al día siguiente del hallazgo del cuerpo, ya por la noche, se realizó un allanamiento en el domicilio del policía, en el barrio San Jorge. Allí se enteraron de que su concubina, Lorena Basabes, había desaparecido hacía unos 20 días.
La historia comenzaba a cerrar, más aún cuando en la vivienda del uniformado se encontró un rollo de alambre de similares características al que sostenía la máquina de escribir al cuerpo de la víctima, además de algunas pinzas y alicates.
Todos estos elementos y otras pruebas recabadas en la investigación llevaron a Castillo a los estrados judiciales, no sin antes escaparse de la comisaría en la que estaba detenido y permanecer más de dos años prófugo en Brasil.
Cuando finalmente pudo ser recapturado, fue condenado a prisión perpetua.