Había una vez un anciano labrador, viudo y muy pobre, que vivía junto a su hijo en una aldea, también muy necesitada. Un día de verano, un precioso caballo salvaje, descendió de la montaña a buscar comida y bebida en la aldea. Quiso el destino que el animal fuera a parar al establo del anciano labrador.
La noticia corrió a toda velocidad y los vecinos fueron a felicitarlo. Era una gran suerte que ese bello ejemplar fuera a parar a su establo. Cuando los vecinos se acercaron para felicitarlo, el labrador les replicó: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Pero sucedió que, al día siguiente, el caballo ya saciado, regresó a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador se acercaron para condolerse con él y lamentar su desgracia, éste les replicó: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”.
Una semana después, el joven y fuerte caballo regresó de las montañas trayendo consigo una caballada inmensa de 40 ejemplares. De repente, el anciano labrador se volvía rico de la manera más inesperada. Entonces los vecinos lo felicitaron por su extraordinaria buena suerte. Pero éste, de nuevo les respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Al día siguiente, cuando el hijo del labrador intentó domar al guía de todos los caballos salvajes, el animal se encabritó y lo pateó, haciendo que cayera al suelo y recibiera tantas patadas que le rompieron los huesos de brazos y piernas. Naturalmente, todo el mundo consideró aquello como una verdadera desgracia. No así el labrador, quien se limitó a decir: “¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¡Quién sabe!”.
Unas semanas más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. No así el hijo del labrador que por su estado quedó en la casa. Los vecinos que quedaron en la aldea, fueron a ver al anciano labrador y a su hijo, y a expresarles la enorme buena suerte que había tenido el joven al no tener que partir hacia la guerra. A lo que el longevo sabio respondió: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¡Quién sabe!”.
Esta historia nos muestra cómo la mente juzga constantemente clasificando en “bueno” o “malo” lo que nos sucede, condicionando lo que tomamos (por bueno) y lo que dejamos de lado (por malo). Si en cambio, pudiéramos considerar los dos polos a la vez ampliaríamos las opciones que quedan entre ellos, obteniendo mayores posibilidades de intervención en lo que deseamos cambiar.
La lectura parcial y limitada de lo que nos sucede no nos deja tomar las enseñanzas y regalos que la vida nos trae. En lugar de juzgar y descartar, confiemos en que el universo siempre conspira para bien.