Este lunes en Argentina es el Día del Periodista, en recuerdo de aquel 7 de junio de 1810 en que viera la luz la “Gazeta de Buenos Ayres”, de Mariano Moreno, el primer periódico de la etapa independentista argentina.
O sea, que mal empezamos: en Argentina se celebra al primer libelo oficialista que tuvo el país tras la Revolución de Mayo, para mayor gloria de las nuevas ideas gobernantes y sus políticas (insértese aquí el emoticón que corresponda). Así que formalmente –aunque entre líneas- la naturaleza misma del periodista argentino es la del propagandista o –más aggiornado- del “periodista militante”, ese oxímoron agravado por el vínculo, toda vez que la gran mayoría de los así caracterizados “milita” en favor del poder de turno (agréguese otro emoticón similar o idéntico).
De hecho, casualidades de la vida, hoy están festejando al unísono en Misiones los periodistas en su día y los políticos en el día después (porque los políticos siempre festejan tras cada elección, independientemente de su resultado, vaya usted a saber por qué).
Pero más allá de estas “minucias”, que no dejan de ser significativas, este 7 de junio se convierte en la enésima oportunidad para sacarse los anteojos y otear el panorama a ver dónde el momento encuentra parada a la profesión. Y el momento es desafiante: pandemia, infodemia, posverdad, crisis económica, nuevos hábitos producto de las nuevas tecnologías…
Para la profesión periodística, tal vez el mayor reto que hay que afrontar sea el de la desinformación. Porque apela directamente a su línea de flotación: la búsqueda de la verdad. Y en una época en la que las verdades se difuminan, en la que la “autoridad” ética, moral o intelectual está en entredicho en todos los órdenes (al punto de que un presidente o cualquier activista se siente tan o más capacitado que un científico), el periodismo se encuentra hoy compitiendo en espacio, alcance y –lo que es más grave- capacidad de convicción con un tuit o un mensaje de whatsapp salido quién sabe de dónde o con qué intención.
Y todo ello atravesado por una situación crítica a nivel económico y laboral, donde el desplome del andamiaje tradicional de la “prensa” y su consiguiente transformación del negocio han depositado en el trabajador las responsabilidades que históricamente correspondían los empresarios. Una mochila muy pesada para quien, acostumbrado a averiguar, interpretar, contextualizar y difundir hechos, ahora debe además encargarse de su difusión y su “venta”, pues sin clicks su medio se derrumba.
Muchos han caído en la tentación de torcer o disfrazar la verdad, no ya con fines ideólogicos (como ocurrió toda la vida, tampoco la pavada) sino para “llamar la atención”, a la caza de potenciales lectores y/o anunciantes. Y las multiplataformas y la mencionada debacle del criterio de “autoridad” han hecho el resto: como casi nadie se fija de dónde procede o quién es responsable de lo que le salta a su pantalla de celular, las malas prácticas no las cometen los malos periodistas sino el periodismo en su conjunto. Hablando en pueblo, pagan justos por pecadores. Y el periodismo siempre ha sido muy hábil para desenmascarar al político o al empresario de turno, pero muy torpe para manejar al “enemigo interno”, que es precisamente el mal periodismo.
¡Cómo hemos cambiado!
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Históricamente el periodismo se ha atribuido la función –o más mesiánicamente, la “misión”- de buscar la verdad, entendida como fidelidad a los hechos sobre los que se informa al público. Ya en 1995, el excelso narrador y más que correcto periodista Gabriel García Márquez argumentaba con énfasis en los talleres que impartía que el papel prioritario de los medios y de los periodistas debería ser “averiguar la verdad en este caos de mentiras y fantasías en el que vivimos”.
Un cuarto de siglo después, cuando la desinformación organizada se ha convertido en un fenómeno masivo y complejo -donde los periodistas y los medios para los que trabajan sufren la pérdida de confianza de las audiencias y la confusión entre verdades y fake news-, esa consigna se ha convertido en una cuestión de vida o muerte para la profesión (no para sus profesionales, que siempre podrán ir a lavar platos en algún restaurant de Mardel o integrarse a un gabinete de “prensa” de cualquier diputado).
Ahora bien: ¿puede el periodismo combatir la desinformación? Antes aun: ¿qué es la desinformación?
El asesor de medios Jean-François Fogel, miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo, creada por el célebre colombiano como una especie de “reserva espiritual” (o más bien ética) del buen periodismo, explica que la desinformación es la combinación entre la información errónea, sin mala intención, y la información perjudicial, que sí busca dañar a personas, instituciones, organizaciones o países; todo ello dentro del contexto general de la posverdad: la distorsión deliberada de la realidad para manipular creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales.
El canadiense Marshall McLuhan, casi un oráculo de la comunicación (pos)moderna, ya había visualizado en la década de 1960, cuando los computadores empezaban a conectarse, que la población mundo iba rumbo a una “retribalización”, un sistema social en el que grupos reducidos, estrechados en torno a una ideología o un criterio común, se irían encerrando más en sí mismos, retroalimentándose de sólo aquello que se amolde a sus creencias y rechazando beligerantemente a todo lo demás. Lo que ahora más que nunca llamaríamos “burbujas”.
En este contexto, Fogel plantea que “la desinformación es un gran negocio” y que “el futuro estará lleno de desinformación” por el avance de la tecnología móvil (que facilita la “navegación” en el océano de mentiras y falsedades) y de las redes sociales. “Hemos pasado de un mundo de medios de masa a una masa de medios, que además son cerrados. Muchas personas no hacen la diferencia entre la web, que sería el mundo abierto a todos, y todos los mundos cerrados que hay en internet con las aplicaciones que existen por medio de varios dispositivos que circulan. Esto es una gran preocupación, porque combatir la desinformación que existe en un mundo cerrado desde afuera es imposible”, advirtió.
Esta visión apocalíptica requiere no obstante un contrapeso optimista para no apagar todo y largarse. Y ahí es donde apareció el coronavirus, por más irónico (o cínico) que parezca escudarse en una pandemia que mató a millones de personas para invocar al optimismo. Pero lo cierto es que la gravedad del COVID-19 y la amenaza en la que se encontró la población mundial, la hizo repensar subconscientemente respecto a su consumo de (des)información, y en los dos últimos años se verificó un fuerte repunte de los medios de comunicación (mal llamados) “serios” a la hora de buscar los datos que afectan directamente a nuestra propia vida.
Ahora bien: ¿el futuro del periodismo es sólo ése, el de simples verificadores de hechos? ¿Un depósito de verdades a los que la gente acude para confirmar (o no) si es cierto lo que están leyendo en redes sociales o por whatsapp? Inquietante…
Los desafíos
Sin embargo, Jean François-Fogel llegó a la conclusión de que la desinformación le plantea al periodismo un sinnúmero de oportunidades, sin que eso implique creer que este oficio logrará salvar a la democracia.
Para él, la idea de un medio que da la misma información y que vale para todos es algo que ya no existe en un mundo fragmentado. Pero el medio que da a sus miembros, a sus suscriptores, a sus usuarios regulares, lo que les interesa, es el medio que representa el futuro. “Ahora hay que fidelizar, no hay que conquistar en todas las direcciones”, aconsejó.
Así, plantea los tres grandes desafíos para el periodismo hoy:
1. Estudiar a las audiencias, generar un vínculo, llegar con información verificada, de calidad e innovadora, y lograr mantener una relación en el tiempo. Para esto, el compromiso del medio y del periodista con la audiencia será fundamental.
2. Hacer periodismo y preocuparse por investigar la desinformación. “Hacer periodismo es hacerlo con aquella claridad moral, con aquella transparencia, que es decisiva”, define.
3. Mantenerse en la idea básica del periodismo: “Es que la voz del periodismo es una voz distinta”, dijo el especialista francés. Para él, en este gran desorden digital, lo único que puede hacer el periodismo es mantenerse como una voz distinta. “La propaganda busca un voto en una elección; la publicidad busca el acto de compra de un consumidor; el artista busca una emoción; el profesor busca transmitir un conocimiento. El periodismo es una voz distinta porque es la única voz responsable, independiente y desinteresada en una sociedad. Como tal, tiene que mantener su diferencia y, de esa manera, mantendrá su futuro”, sentenció.
El Evangelio según…
Como bonus track, quiero aprovechar este Día del Periodista para recordar algunas enseñanzas de uno que lo fue con todas las letras y todo su espíritu: David Beriain, uno de los españoles asesinados hace unos meses en Burkina Faso cuando indagaba en una red de caza ilegal entre otras corruptelas.
David –quien también supo “hacer olas” con sus investigaciones hace un cuarto de siglo en Santiago del Estero, donde colaboraba con el diario “El Liberal”- dejaba en un reportaje en 2017 lo que muchos consideran un testamento profesional pero que para mí es directamente un Evangelio.
En esa entrevista (publicada por la revista Nuestro Tiempo, de la Universidad de Navarra, donde estudió Comunicación allá por los años 90), Beriain planteaba que “los griegos buscaban la sabiduría, y de ahí pasamos a la Ilustración, en busca del conocimiento. Ahora estamos en la sociedad de la información, que ni supone conocimiento ni supone sabiduría. Y dentro de poco estaremos en otra sociedad que ni siquiera supondrá la información: una sociedad de datos”.
Ante eso, se planteaba su forma de hacer periodismo como un viaje vital “para tratar de entender qué narices significa eso de ser un ser humano”. Curtido en mil y un conflictos armados, con su vida en peligro una y otra vez hasta que al final terminó muriendo en su ley, advertía no obstante que –frente a la espectacularidad de su trabajo- “solo hay que darse cuenta de que a la vuelta de la esquina hay algo que contar. No hay historias pequeñas: hay ojos pequeños”.
He aquí su testamento: no en el hecho de que profetizara su propio final anticipado (“Mis padres, mi familia y mi mujer me han querido de la manera más hermosa que se puede querer a alguien: libre. Aunque eso suponga en su caso que un día pueda haber una llamada que les diga ‘No va a volver’. Eso es un acto de generosidad del que yo no sé si sería capaz”), sino en el mensaje que deja para el resto de los periodistas y todos los aspirantes a serlo: “Yo no sé si soy buena persona ni si soy buen periodista, pero si me das a elegir, prefiero ser mejor persona”.
“El esfuerzo consiste en tratar de entender a la persona que tienes delante, aunque no la justifiques. Debemos ponernos en la piel de otras personas, incluso de aquellas con las que no queremos tener nada que ver. Cuando la gente se pone en la piel de las otras personas no pasan más cosas buenas, pero pasan menos cosas malas. La humildad de saber que eres un paracaidista en una realidad que no es la tuya es lo más importante. Porque no hay mayor ignorante que el que cree que sabe”.
Amén.
Por Paco del Pino
Fuente: “El periodismo ante la desinformación” (Fundación Gabo)