Sin eufemismos, ésa es la profesión con la que se definían en el mundo laboral una centena de hombres y mujeres que trabajaban de “caballos” en olerías ubicadas en cercanías del arroyo Mártires hace dos décadas.
Resignados ante la “crítica situación” que los obligaba a ocupar el lugar de los equinos “porque un animal cuesta caro, hay que darle de comer y para más, todavía te roban”, los fabricantes de ladrillos que aún permanecían en las chacras 255 y 256 de Posadas le ponían el lomo -literalmente- y arrastraban por más de diez horas el malacate.
Sin machismos ni feminismos, “las mujeres que tienen fuerzas ayudan a sus maridos a girar y girar, por más pesado que sea”, contaban los protagonistas a PRIMERA EDICIÓN en un reportaje publicado el 30 de agosto de 2001.
Los pocos “dueños” de las olerías que funcionaban en la zona alternaban su propia cintura con la de sus mujeres o hijos en la tarea de “malacatear”, es decir, girar y hacer funcionar el sistema artesanal que permite “amasar” el barro negro, materia prima de los ladrillos, que -valga la curiosidad- por entonces se vendían a 70 pesos el millar en el mejor de los casos y “a 20 o 15 pesos cuando no queda otro remedio”.
Ser o no ser caballo
La profesión de “caballo” no discriminaba por sexo, edad o religión. Con 24 años de edad, todos ellos transcurridos en la olería, Orlando conocía la Costanera sólo por fotos y para él, el centro de Posadas era La Placita, porque “es el único lugar que visitamos dos veces al año para comprar algunas cosas”.
Nada de boliches, bailes y pubs: no conocía ninguno porque no “alcanza ni el tiempo ni la plata para ir”. Lo máximo, algún “picadito” de fútbol en una improvisada cancha entre una y otra olería, antes de caer en borrachera en el almacén más cercano que les “aguantara” el fiado.
Entretanto los padres de familia cada mañana se debatían entre hacer de “propietarios”, “changarines” o “caballos”. Un día normal comenzaba con “hacer la tarea”, es decir, buscar una porción de terreno con barro apropiado para hacer ladrillos; luego “cauchear” (picar la tierra para evitar durezas) en el “picadero” (hueco donde se descarga la tierra y se mezcla con aserrín), más tarde “malacatear” (cargar el barro en el malacate) y “ser cabaIlo” para amasar la tierra mojada.
Esta última función en la cadena de producción la cumplía cualquiera que estuviese disponible y se sintiera bien, fuera hombre o mujer. “Cuando hay trabajo tienen que poner el lomo igual que nosotros, como caballo o para carretillear”, contaban.
Roedores como alimento
Las precarias viviendas en la zona que hoy se correspondería aproximadamente con el barrio Manantiales, al Oeste posadeño, se reproducían ya por entonces por cientos a la vera del arroyo Mártires. En cada una de ellas, además de los adultos, había cinco, seis y hasta once hijos.
Esos gurises iban a la escuela medio día y el resto del tiempo salían con sus gomeras a cazar apereás, un roedor que abundaba (y abunda) en la zona. “Es rica la carne y no cuesta nada”, aseguraban. “Son conejitos de India, se pelan y van a parar a la olla familiar… El pobrerío tiene que rebuscarse“.