Los arbustos se pintaban de verde en aquella época del año y el viento acariciaba en forma de brisa sus frágiles ramas. De lejos divisaba pequeñas casas, que mis pupilas descubrían; el terreno de repente bajaba y se convertía en calle de tierra, con toscas mal apisonadas. Había vestigios de que una motoniveladora intentó convertir el camino en transitable, para los días de lluvia.
Los lugareños no notaban eso, sentían la molestia del barro al caer las primeras gotas de algún chaparrón perdido que en el afán de apagar el polvo, lo único que hacía, era empeorarlo.
Don Benítez rezongaba cada vez que tenía que ir al pueblo para aprovistarse. No tenía las fuerzas de sus años mozos: las agujas del reloj le pisaban los talones y su frente denotaba surcos que los años le fueron marcando. Todavía conservaba la mirada limpia, los modales hoscos que le había enseñado su padre, un paraguayo -“hecho y derecho”- repetía con orgullo en guaraní un cerrado¬.
Una casa de madera con techo a media agua, una galería que servía para descansar durante los días de calor, mientras los nietos, alegría de su vida, jugaban en el patio. De tanto en tanto se escuchaba desde el piso de tabla: -¡Gurí, no te vayas lejos, chaque el Yasy!-
El laberinto de casas seguía descubriendo vidas apacibles, sin el bullicio del pueblo y sin el apuro de la rutina. Redescubriendo cosas que fueron vistas miles de veces pero que siempre mostraban algo nuevo.
Nunca se supo bien porqué rengueaba, capaz algún golpe jugando al fútbol en aquel club “Montecarlo” de los años ’45; ojos verdes, morocho… escuché alguna vez de unos labios: -“era pintón de joven”. No medía más de 1,60 metros.
-Don Irigoyen- se escuchaba al costado del tejido saludándolo.
Él, con una risa eterna y un simple levantar de manos, para que se le escapara un: -Cómo le va compinche-.
Iba a pasos cortos, pero a gran velocidad, buscando la costa del río. Para llegar justo a la hora del “pique” -decía-. Su bolso tenía un par de latas con nylon 0.40, anzuelos medianos, carnada, algún salamín por si picaba pacú, unos chistes debajo del brazo, para la gente que cruzaba por el camino, y una botella de “Caroyense” tinto para que la espera fuera más llevadera.
Volvía tarde de noche, con algunos bagres en la bolsa y otros que no salieron del agua pero que seguro eran más grandes que los que trajo, y si seguía el relato, terminaba siendo un pacú o un surubí.
Doña “Chiquita”, fiel compañera, le cebaba unos mates por la mañana antes que los rayos del sol se hicieran añicos contra el horizonte, escuchando los planes a futuro que tenía el “Petiso”, acompañándolo en todo momento.
Ya jubilado, de tanto en tanto, recordaba a Don Juan Gómez y a Don Raúl Bordón, compañeros de pesca en otros tiempos de amanecidas en el Campestre o trucos en las tardes de domingo, anécdotas de hombres que ya no están físicamente, pero siguen flotando en el aire, respirándolos en cada esquina como en un remolino de hojarascas.
En el interior de una provincia, todo es más difícil si no hay trabajo. Muchos se van para no volver y otros se van para poder comer. Buenos Aires promete mucho pero generalmente nos da poco.
Cuando las paredes se vistan de recuerdo y los bolsos llenos de esperanzas se suban al taxi que los lleva a la terminal, toda la familia los despedirá, se crisparán las mejillas con perlas doradas.
El primo, su señora, las hijas, la abuela y las gargantas con saliva espesa, se confundirán en un miedoso adiós.
La gran ciudad, con grandes edificios, promete más. -El Contrato se termina a fin de mes- me dice el Gordo, tratando de explicar su partida.
No puedo levantar la mano, los músculos no responden, obedecen al corazón y no al cerebro.
La cara pegada a la ventanilla, la mirada triste tratando de retener en la memoria la cara de los suyos para los momentos solitarios en la capital. Y el humo del gasoil y el rugir del motor pidiendo permiso al asfalto, mis manos impotentes cerradas por lo bajo. Los encomendé a la Virgen, en la partida, pero nada me quita esas ganas locas de chocar contra el colectivo y pararlo. Se iba un pedazo de mi vida, nada podía hacer para detenerlo.
No sé si todas fueron dadas al caer la tarde, ella tragándose de un bocado a mis sueños y pintando de negro el cielo con perlas brillando que titilaban luces de esperanza con recuerdos varias caras y el humo de los fogones en las cocinas, los gurises descalzos jugando en los charcos, la pelota buscando el arco, en un rayo de sol respiro por los poros de mi piel a “Retiro”, mi barrio, el primer amor que no se puede olvidar.
Influencias
Cristaldo aseguró que la veta de escritor nació con las ganas de leer. Primero revistas e historietas de niño. Después, los primeros libros como “El pájaro espino”, a los 14, y “Manhattan transfer”, una novela de Jhon Dos Passos. Todo escritor primero es lector. Otra de las influencias fueron autores como Borges, Cortázar y García Márquez a quienes leía ya en el secundario.
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Sostuvo que “mi abuelo, mi familia, tuvo una influencia directa en esto. Nos contaban historias de aparecidos y otros en su ida a pescar. El relato oral fue otra veta creativa en mi vida”.
Se desempeña como docente desde hace 26 años. “Me recibí joven. Me gusta curiosear, como quien dice. Y seguí estudiando lengua y literatura en anexo que el Instituto Montoya tiene en Eldorado, donde recibí la instrucción necesaria, sobre todo, para el análisis”.
Su dedicación abarca doble turno. Por la mañana asiste a la Escuela N° 434, en la colonia “Cuatro Bocas” y, por la tarde, a la Escuela N° 773, del barrio San Lorenzo.
Por José Luis Cristaldo
A mi abuelo Don Eraclio Ledesma.
Q.E.P.D 08/11/1996, siempre vivo en mis recuerdos.