Por: Paco del Pino
“No miren arriba” (“Don’t look up”) es una de las películas insignia con las que Hollywood pensaba seducir en este invierno boreal al gran público (al menos, al segmento hastiado de superhéroes y explosiones) en la recta final hacia los premios Oscar.
Con un elenco de primera línea, un mensaje más apocalíptico de lo que parece y una trama bien desarrollada para los tiempos que corren, pronto sabremos cómo le va puertas adentro de la Academia, pero hacia afuera ya se puede considerar un fracaso.
No ha pasado desapercibida: mucha gente la ha visto; pero -aunque pocos se animen a admitirlo abiertamente, por aquello del qué dirán- no ha gustado. Como veremos más adelante, un fenómeno revelador del cambio cultural que atravesamos en estos días extraños.
Sin temor a destripar la película, puedo decir que “No miren arriba” es una parodia sobre un meteorito acercándose a la tierra. Pero lo mismo podría tratar sobre negacionistas del cambio climático, movimientos antivacunas o cualquier otro fanatismo ascendente en esta era de la posverdad.
Pero esa universalidad que hasta hace muy poco sería una gran fortaleza (ser comprensible en cualquier lugar del mundo y trascender cualquier momento histórico a través de diferentes relecturas a lo largo del tiempo), se convierte en una de sus principales debilidades en esta época de grietas y redes sociales que -como suele decirse con frecuencia, paradójicamente, en las mismas redes sociales- nos van a terminar matando de literalidad.
Vale, lo más probable es que la literalidad no nos mate literalmente, pero sí anulará o al menos dejará agonizantes a la metáfora y a la ironía, dos de las pocas cosas que todavía nos diferencian de los robots y la inteligencia artificial. (Abro paréntesis: cuando aún no nos convencimos del todo de lo poco que nos separa de los demás seres vivos, ya empezamos a pensar en cómo distinguirnos de los seres inanimados. Cierro paréntesis).
El caso es que ha cambiado la forma en que miramos el cine (y la literatura, y…). Y no me refiero a cómo lo consumimos: ese tránsito desde las grandes salas hasta los pequeños dispositivos móviles. Lo cierto es que en ese peregrinaje de la pantalla gigante a la televisión, luego al videoclub y finalmente al streaming en micropantallas unipersonales, no sólo se han ido eliminando horarios, liturgias y -digámoslo- magia, sino que ha ido modificando cómo vemos las películas y -en consecuencia- qué nos ofrecen ellas.
El principal desafío hoy es mantener la atención de un espectador impaciente en medio de una tormenta de estímulos; así que o nos cuentan una historia simple con un mensaje claro, concreto, detallado con precisión y por supuesto literal; o nos ofrecen tantos efectos visuales o giros en la trama que ya no nos importe mucho la historia que nos están contando. Donde se deja un resquicio al pensamiento o a la interpretación, la atención decae.
“No miren arriba” tiene acción, tiene giros (no tan) inesperados, tiene historias personales que mueven a la empatía (o todo lo contrario), pero le falta un elemento clave: un enemigo definido.
Que el “malo” no se sepa muy bien quién es -o que para algunos incluso no tenga por qué ser malo del todo- transmite inquietud a un público que no está para inquietudes: ¿Serán los políticos? ¿Serán los medios de comunicación? ¿Serán las grandes corporaciones? O lo más espeluznante: ¿seré yo, Maestro?
Como es lógico, nadie quiere ser el malo de la película. Y todos necesitan que eso quede lo más claro posible: que el enemigo es otro.
Vivimos en un termo
Cerrar los ojos ante lo que no queremos ver, porque le tenemos miedo o porque nos molesta, es como correr cuando llueve: igual te terminás mojando. Pero al fin y al cabo, ese pensamiento mágico de que lo que no vemos no existe es uno de los mecanismos de autoprotección más atávicos del ser humano. ¿Protección contra qué? Contra nosotros mismos, como individuos y como sociedad. Contra la incertidumbre de no tener todas las respuestas.
No fue otro el motivo que creó las religiones (que muchos verán como una versión estilizada del pensamiento mágico) ni tampoco el de la sucesión de regímenes políticos mesiánicos que aún se expande hasta la actualidad, y que no tiene otra razón de ser que depositar las esperanzas comunes en un líder todopoderoso que mágicamente resolverá nuestros problemas: vivir sin preocupaciones a cambio de sumisión.
En este período regresivo de la humanidad (aclaro que no se trata de un juicio de valor: la regresión en sí no es buena ni mala), ese pensamiento mágico viene recobrando fuerza a lomos de -una vez más- las redes sociales, esa campana de silencio que vamos construyendo cotidiana y subconscientemente con ayuda de unos algoritmos que nos reservan el derecho de admisión en nuestro mundo, el mundo que conocemos, el mundo que queremos conocer.
En nuestro termo sólo cabe uno y su circunstancia, como diría Ortega y Gasset. Y la circunstancia de cada uno está cada vez más cerrada: es un núcleo duro de personas, opiniones y realidades (otra vez: lo que no se ve parece que no existe) afines a las del anfitrión.
La pandemia también ha contribuido lo suyo en estos últimos dos años, al limitar nuestro círculo social físico. Ya no hay que lidiar todo el día con el compañero de escuela o de trabajo que nos enojaba con sus costumbres, tocs e ideas diferentes. El vecino o el cuñado con el que peleábamos por ideología quedó encerrado en su micromundo, como nosotros. Nos refugiamos en Whatsapp, Facebook e Instagram, donde nosotros tenemos control absoluto sobre con quién estar. Y por supuesto no vamos a estar con quien no estamos a gusto.
El caso es que ahora podemos pensar y decir lo que queramos sin temor a estar equivocados, porque siempre vamos a encontrar a quienes nos den la razón, y precisamente a ésos es a quienes permitiremos penetrar en nuestro círculo.
“Nunca dejes que la verdad te estropee una buena historia”. Esa célebre frase que se ha atribuido desde al escritor Mark Twain hasta al magnate de medios estadounidense William Randolph Hearst grafica claramente que no es ninguna novedad el fenómeno de tratar de torcer la realidad hasta que se amolde a nuestro punto de vista. De hecho, todos los gobiernos, cada uno con su estilo, han tratado y tratan de aplicarlo.
Lo peculiar de la posverdad es que en ese afán por no estar equivocados, en esa necesidad enfermiza de ser validados, cualquier choque entre nuestra percepción y la realidad nos genera una ansiedad intolerable, al punto de que -como buenos animales- sólo podemos responder de forma agresiva.
Así, para sostener nuestras ideas cuando éstas quedan en entredicho, necesitamos un enemigo inexpugnable, cuyo poder justifique por qué las cosas no son como nosotros decimos si nosotros somos los que tenemos razón. Ahí surge la figura de la conspiración: “lo que nadie quiere que sepas”, “la verdad que nadie te va a contar sobre…”, “los intereses (económicos o políticos) detrás de…”.
La orfandad de verdades absolutas o al menos universalmente aceptadas -lo cual en el fondo sitúa a todas las verdades individuales en posición de igualdad- hace que no sólo tratemos de imponer nuestra verdad personal sobre el resto, sino que, al no conseguirlo, nos victimicemos y atribuyamos nuestro fracaso a esos “poderes” sobrenaturales y malignos.
En palabras del filósofo Maurizio Ferraris, “lo verdadero es lo que a nosotros nos suena como verdad; todo lo demás es una invención de estafadores y corruptos. Si ninguna verdad puede aspirar a ser la última, entonces también mi verdad vale tanto como la de cualquier otro, incluyendo a los expertos. Dado que incluso los expertos pueden tener intereses que comprometan su verdad, mientras que la mía es -se supone, por hipótesis sin fundamento- totalmente desinteresada y sincera, entonces yo tengo razón”.
Así, algunas de esas verdades “son más iguales que otras, es decir, atendiendo a los hechos, algunas son más verdaderas e indiscutibles”, por eso “interrumpen la conversación a la primera objeción, tildando de mentiroso, vendido o estafador a su interlocutor”.
Está claro que si un meteorito se acercara a la Tierra y pusiera en peligro al planeta, algunos entrarían en pánico, otros buscarían la manera de evitarlo, otros rechazarían sus efectos catastróficos, algunos negarían la existencia misma del fenómeno (denunciándolo como una maniobra de distracción o una conspiración para someternos) y otros se taparían los ojos para no verlo y morir un poco más tranquilos. Así viene pasando con los varios meteoritos que nos han ido cayendo en los últimos años.