Alarmado por los últimos índices inflacionarios, el costo de las canastas y las proyecciones en el corto plazo, el presidente Alberto Fernández apostó a un golpe de efecto una vez que se sacó de encima el tratamiento legislativo del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
Envalentonado por la aprobación en ambas cámaras, el mandatario se armó de reprimendas, exhortaciones al optimismo y amenazas para anunciar la “guerra contra la inflación”.
Más allá del infeliz concepto que empleó justo cuando el mundo sigue observando la contienda en Ucrania, y las bajas expectativas en la sociedad sobre lo que pueda o quiera hacer el Gobierno respecto de la escalada de los precios, lo que sucedió a continuación fue incluso peor.
Demoró un anuncio que saldría grabado y lanzó un mensaje con los mismos conceptos y sin medidas técnicas. La nada misma justo cuando le país requiere de claridad y contenido. Y entre el anuncio de la “guerra contra la inflación” y el posterior mensaje vacío los que aprovecharon fueron justamente las grandes industrias alimenticias que subieron sus precios frente a la amenaza de controles y limitaciones. Al fin y al cabo, la estrategia gubernamental volvió a fallar y sus consecuencias, más allá de la imagen del mandatario, las volvemos a pagar todos.
Pero a estas alturas no debería sorprendernos el rumbo de las cosas cuando fue el propio jefe de Estado el que afirmó tiempo atrás que no se apega a los planes. La continuidad de esta forma de gobernar, que padecimos también en la gestión anterior con la constante prueba-error-soberbia, nos fue conduciendo más temprano que tarde a esta situación de crisis.
Sin plan, con un acuerdo que salva la situación en el corto plazo y que deberá renegociarse en el futuro, con una coalición de Gobierno resquebrajada y una oposición carente de fundamentos… el nuevo contexto parece una continuidad de lo que se pretendió cambiar hace dos años.