La repetida frase de “no hay bolsillo que aguante” se hace más patente, en particular por la falta de acompañamiento que van teniendo los acuerdos salariales con un incremento de precios que corre muy por delante. Y eso que recién comenzó el año.
Por fuera de las tensiones políticas partidarias, donde oficialistas y opositores se reparten las culpas, el único gran derrotado sigue siendo el bolsillo de los que todavía tienen la posibilidad de contar con un ingreso mensual. Peor la sacan los que no cuentan con esa seguridad y, muy probablemente, se deban arreglar con algún plan del Estado para poner algo de comida mes a mes.
Cuando la sumatoria del primer trimestre del año se asemeja a índices de los 90, cuando la Argentina salía de la hiperinflación, es muy notorio el retroceso que tuvieron la economía del país y el poder adquisitivo de los argentinos. Sin dudas estamos frente a una regresión de la que costará poder avanzar. Llevará muchos años pero dejará muchas víctimas en el camino sumidas en la pobreza y la indigencia, generaciones comprometidas en su desarrollo a las que habrá que apuntalar para evitar males mayores.
Mientras tanto, al menos en el Gobierno, no hay “iluminados” por la ciencia o la técnica (en la experiencia está claro que no) con capacidad para revertir un problema central que atraviesa la gestión: frenar la inflación.
Lo único que se repite es un esquema de controles de precios y congelamientos que nada inciden para mejor. ¿O tal vez sin ellos la cifra hubiera sido peor? Mejor no averiguarlo. Con la involución de la economía (por la pandemia, la guerra, la incapacidad oficial, etc, etc) resulta suficiente el duro presente que toca vivir.