Sobre la integridad de grandes extensiones de suelo, paisajes compuestos donde la continuidad de los ecosistemas solo se interrumpe cuando no nos vemos.
Había un camino que avanzaba por la selva, entraba a la colonia y terminaba en la aldea de los paisanos.
La historia se contaba sola, como venida de otros mundos, traía mandioca, naranjas, rosellas, maíz de varios colores, algunas tallas y arpones para tapires y tatetos, sin filo, porque eran para adorno, para lindo en la ciudad, como cosa rara.
Dulce de guayaba, mamones en almíbar, carne ahumada…todo todo era natural, pero al llegar a la ciudad se transformaba en orgánico. ¿Orgánico ?, ergonómico, ecológico, biodinámico, en paquete artificial, tan artificial como los conocimientos de que solamente era natural, de la naturaleza que desplazaron para hacer su ciudad.
Cuando venía de regreso parecía que unos 120 años le atravesaban por dentro consumiendo todo resto de simplicidad y silencio, mientras se acercaba, el cemento mellaba la corteza de los árboles, el revoque ardiente de edificios hacía entrecerrar los ojos y el bullicio permanente ahogaba los oídos que a lo lejos y desde adentro escuchaban pasos en la tierra, agua y pájaros, aleteos en las copas de los árboles, querer volar entre la densa selva no es para cualquier pájaro, querer caminar por la ciudad al medio día no es para cualquier persona.
Se posaba en la mesita, de la feria, y acomodaba los frascos y adornos, se ponía el delantal y sobre una madera gastada se disponía con mirada fija, apacible a esperar, amanecía.
Mientras todo se iba, se vendía, volvía a los caminos de tierra y a la arboleda, se recostaba al borde del Paraíso a esperar que el Martín Pescador apareciera, su sonido mordaz tenía un reloj analógico prendido en la garganta, que mostraba los minutos que faltaban antes de salir a pescar y es que la Juanita, solo se mostraba en el paraíso cuando el sol se reflejaba en la copa de los árboles y el cariz y la sombra la ayudaban a ocultar sus escamas diamantinas…tan brillantes que igual se la podía pescar.
Un juego de apariencias, una historia como muchas más, teníamos hambre, íbamos a la feria a buscar un encuentro con aquello que empujamos tan lejos que ahora no sabemos dónde está.
Nuevamente el camino más largo que recorrer no está sobre los territorios allá afuera, sino dentro y es el que nos lleva a esa ciudadela que late y que cada dos por tres, muere.
Solo la continuidad y el amor harían de nosotros alguien con quien estar. ¿Qué tal si vamos de vuelta y nos quedamos allá?