“Puedo tener diez mil problemas, pero cuando entró a la casa en la que voy a atender, lo hago siempre con una sonrisa. Y siempre le saco una sonrisa a mi paciente”, manifestó la enfermera posadeña Rosa Guillermina Williams (55), que en la noche del pasado lunes recibió la distinción “Marta Teodora Schwarz”, un reconocimiento instituido por la Cámara de Representantes de Misiones al personal de salud, en homenaje a esta médica especialista en medicina familiar y pediatría, bautizada como “el Ángel de la Selva”, que desarrolló su profesión en Puerto Iguazú.
Williams empezó a recorrer este camino hace 30 años, siempre cerca de los ancianos y de los niños, acompañando también el trabajo social.
Su sueño era estudiar medicina, pero sus padres, Esperanza y Gabriel, eran humildes y todo se tornaba costoso en ese momento. Además, había que ir hasta Corrientes o a Buenos Aires. “No había otra forma de hacerlo y bueno, me incliné por ser enfermera. En ese momento no había miembros de la familia que tuvieran que ver con la salud. Pero después, mi hermana Olga -hace 23 años se desempeña en un sanatorio privado- y mi cuñado, Horacio, siguieron mis pasos. Tengo una sobrina, Bianca, en cuarto año de medicina, y otra, Camila, en quinto, ambas en Corrientes. Otro sobrino, Rodrigo, está terminando el secundario y quiere estudiar kinesiología. Así que buena parte de la familia se inclinó por carreras afines a la salud. ¿De dónde salió?, no lo sé. Pero creo que los sobrinos van a cumplir un sueño que quedó pendiente en las hermanas”, manifestó en una visita al programa Primera Plana que se emite por FM 89.3 Santa María de las Misiones, la radio de PRIMERA EDICIÓN.
En plena pandemia Williams siguió estudiando y se recibió de extraccionista nacional con la nota máxima. Hace pocos días, “me llegó el título y el carnet habilitante que antes estaba vigente solo para la provincia, ahora es nacional, y puedo trabajar en cualquier laboratorio”, confió. Pero eso no quiere decir que piensa alejarse de la enfermería. “Fue un extra que hice en la pandemia para seguir avanzando”, aclaró.
Al rememorar su historia, expresó que “cuando me recibí y arranqué, me tocó trabajar en el hospital viejo, en la sala de hombres, cuando las camas estaban una al lado de la otra. Después me casé y muy joven, a los 19 años, tuve a mi primera hija. Ahí fue que dejé la profesión por un tiempo para dedicarme a mi nena porque era una experiencia traumática. No sabía qué hacer con ella porque en esa época era un tabú el hecho de tener una hija discapacitada. Pero una vez que ella salió a flote, seguí ejerciendo”.
Indicó que le encanta trabajar con los abuelos y que, durante la visita de rutina, “les tomo los signos, me ocupo de la higiene, las curaciones, la alimentación. Todo lo que requieren mis pacientes que, en su mayoría, son personas con Alzheimer. Les tomo mucho cariño y trato que mis compañeras respondan de la misma manera”.
Cuando le hablaron de la distinción Marta Teodora Schwartz, “sentí una emoción tremenda”, dijo. Lo primero que hizo fue mandar un mensaje a su hija, que es abogada, que “me dijo: ‘ay mamá ¡que orgullosa estoy de vos!, ¡te mereces todo esto!’. Nunca pensé que me iban a dar ese premio. Aunque en ese momento, una no piensa en el premio sino en lo que da cada vez que se encuentra con ese paciente, que forma parte de mi familia”, celebró.
Aseguró que, como en las otras profesiones, en la enfermería hay de todo, “pero siempre tuve un grupo de compañeras muy buenas. En el trabajo donde estoy ahora, somos tres. Con Mili y Nely somos unidas, hay armonía, que es lo importante para el paciente, que tiene que estar bien, cómodo, porque si estamos nerviosas el paciente se altera y si estamos tranquilas, está relajado”.
Para tratar de salir de situaciones extremas como la muerte y “sacarme de encima el dolor, lloro. Me descargo llorando porque me duele mucho. En diciembre perdí a una abuela que siempre me decía que yo era su hija. Yo estaba más con ella que con mi mamá. Siempre la recuerdo”. Pero, a pesar de eso, “soy una persona que me río mucho. Puedo tener diez mil problemas, pero cuando entro a la casa donde voy a atender, lo hago siempre con una sonrisa. Y le saco una sonrisa a mi paciente. Me tocó tratar con una señora muy conocida que también falleció hace poco. Los hijos me dijeron: mamá no acepta a nadie, no te pongas mal porque te va a echar apenas te vea. No hay ningún problema, respondí. Al ingresar a la habitación, me presento: hola, soy Rosa, a lo que la abuela respondió con el saludo y diciéndome su nombre. Le digo: voy a venir a atenderte, a tomarte la presión, porque tuviste un problema en el corazón. Pero para mí que a tu corazón le falta pila, nomás. Y me empecé a reír, y ella me siguió. ¡Los hijos no podían creer lo que veían! Después le digo, ¿aceptas que venga mañana? Sí, claro. Y cuando terminamos el tratamiento, porque la abuela entró para que le pongan un marcapaso, me decía: quiero que vengas y me digas hola, y te vayas. Con eso ya estoy feliz. Como ella quería verme un ratito, iba en cualquier horario, la saludaba, la acariciaba, le hablaba, y se reía, necesitaba verme”, relató Rosa, quien agradeció a su esposo, Héctor, que es “quien escucha mis lamentos. Era comerciante, ahora jubilado, por eso tiene el tiempo del mundo para escucharme. En agosto se van a cumplir 38 años que estamos juntos”.
Comentó que su día, arranca muy temprano porque, como es enfermera particular, tiene la mañana ocupada con varios pacientes, por lo general, abuelos. Al mediodía, llega a su casa, se ocupa de su familia (sus hijos: Romina Alejandra, Andrea Cecilia y Diego Rafael, y su esposo, Héctor Zayas) y de la cocina. A las 16, vuelve a salir y regresa recién a las 22, por lo que el día se le vuelve bastante largo.
Pero ese trajín no le impide colaborar con otras cuestiones que hacen a la salud, y que le dan satisfacción. Hace unos años su amiga Paula Ávalos, del barrio Los Lapachitos, la invitó a que conozca un merendero al que ella ayudaba en el barrio Prosol, dirigido por Analía -ambas pertenecen a la Agrupación “Mujeres valientes Evita”-. Preguntó si “me interesaba ayudarla porque iba a hacer una fiesta del Día del Niño. Le dije que sí, que no tenía problemas, y fui a conocer el merendero. Y me encantó. Me gustó cómo trabajaban las mujeres porque ayudan a salir adelante a todos. Son grupos de mujeres a las que les enseñan carpintería, panadería, textil, huerta”, acotó.
“Tengo empatía con los abuelos, me desespero por ellos. Me apego y sufro muchísimo cuando alguno nos deja. No tengo horarios. Me llaman a cualquier hora de la madrugada. No hay frío, no hay lluvia, nada. Yo voy”.
Como Rosa es personal de salud, lo único que puede aportar es enseñándoles cosas de primeros auxilios: tomar la presión, proceder ante una picadura, o qué hacer cuando alguien se desmaya, entre otras cosas. “Les gustó la idea y me invitaron. Anunciaron que iba a dar clases de salud para ver quienes se anotaban. Un día fui y me encontré con muchas mujeres de todas las edades. Había desde muy jovencitas hasta más de 60 años, con ganas de aprender. Quedé admirada por lo predispuestas que estaban para aprender”. Las visitas de Williams se producen cada quince días. Antes de empezar, les pregunta qué quieren saber, qué quieren aprender. “De todo, me responden. Arrancamos desde la presión arterial hasta un infarto. Me escuchan con mucho un entusiasmo y realmente veo cómo quieren aprender”, contó quien lleva 30 años en una profesión que “ama” y a la que se dedica plenamente durante “las 24 horas”.
Sostuvo que “me gusta enseñarles. Me gusta estar con las chicas. Te preguntan cuándo no entienden, y proponen repetir la clase. Armo carteles, hacemos fotocopias, les armo como un cuadernillo para que tengan una guía. Cuando se presenta el tema de la educación sexual se ocupa la licenciada. Pero el tema surge con frecuencia. Más que nada de la juventud porque las madres quieren saber cómo orientar a los hijos, cuando aparecen los métodos anticonceptivos, el tema de las enfermedades y el uso del preservativo. El año pasado hicimos una campaña sobre VIH. Hay muchos jóvenes con Sida. Es una cifra que nadie sabe. Pero hay muchos perjuicios. Todavía no saben cómo cuidarse”.
A su entender, enfermería es una carrera muy linda “pero, primero de todo, el alumno tiene que tener vocación. Si no tenés vocación, podés estudiar lo teórico y cuando vas a lo práctico no te va a servir porque lo bravo, es lo práctico. En la teoría te podés sacar un diez, pero cuando llegás a lo práctico te encontrás con cosas distintas a las que te enseñaron en el papel. La realidad es otra”.
En 1988, Rosa se recibió de Auxiliar de Enfermería en el Hospital Madariaga, y empezó a trabajar en la sala de hombres de ese sector. Años después, recibió el título de enfermera clínica y domiciliaria. Y, durante la pandemia, el de extraccionista nacional, con la nota máxima. Siempre se perfecciona.
Y recordó una de las tantas anécdotas. Con el Dr. Belloni, que era profesor de anatomía, “empezamos con lo teórico y todo marchaba sobre ruedas. Cuando fuimos por primera vez al hospital para hacer las prácticas, nos tocó un muchacho que tenía un nacido en la nalga y nos pusimos todos alrededor para ver cómo teníamos que hacer una curación. El doctor empezó a cortar, sin anestesia y, cuando nos dimos cuenta, dos de los compañeros estaban desmayados. Nos dijo: dejen que se recuperen, y los que tienen vocación que sigan mirando. Luego, a ellos, les aconsejó que se inscribieran en otra carrera. Eso me quedó grabado”.