Misiones está bendecida por una gran cantidad de cursos de agua que, a pesar del avance del hombre sobre la naturaleza, aún perduran proveyendo de agua y alimento a la infinidad de pobladores de nuestra tierra colorada.
Entre el generoso anillo formado por los ríos Iguazú, Uruguay y Paraná existen cerca de 800 cursos de agua que todavía perduran gracias a la humedad que se genera mediante la conservación de la selva paranaense que todavía existe en el ámbito de nuestra provincia. Entre sus arroyos más extensos y caudalosos se distinguen tres: el Urugua-í, el Piray Guazú y el Yabebiry.
Conocido como “el río de las rayas” -o los peces rajiformes de aguas dulces-, el Yabebiry es un caudaloso arroyo que nace próximo a la zona centro, su cauce limita los departamentos de Candelaria y San Ignacio y, en sus 130 kilómetros, recorre Santo Domingo Savio, Mártires, Loreto, San Ignacio y Santa Ana, para desembocar finalmente en el río Paraná.
En sus entrañas, el arroyo de las rayas esconde grandes historias de vida de pioneros, obrajeros y colonos que se afincaron sobre sus orillas dadas las bondades que otrora ofrecía: provisión de agua de la buena y excelente variedad para la pesca.
Hace ya más de una veintena de años, me tocó charlar con un guardaparque quien cumpliendo sus tareas, hizo una bajada inspeccionando el curso del Yabebiry y descubrió trampas artesanales con técnicas ancestrales que hoy día prácticamente ni se conocen, pero que habitualmente eran usadas por los aborígenes. A pesar de que para algunos esas trampas resultaban altamente precarias, en otra época, para los pobladores de estas latitudes sin dudas eran una forma racional y práctica de poder usufructuar los recursos naturales de nuestros arroyos y solventar la alimentación.
El funcionario de Ecología, me comentó que hacía un tiempo había vivido una de las circunstancias más complicadas de su carrera, justo tras haber recibido la orden intransigente de destruir todos los obstáculos que iba encontrando a lo largo de su recorrido por el arroyo y sancionar a todos los responsables de dichas artimañas para la pesca.
Resulta que un día, mientras avanzaba en su patrullaje y justo a la altura de la colonia Santo Domingo Savio, se encontró con una trampa. Entonces incursionó monte adentro hasta llegar al rancho en el que habitaban los responsables de aquel ilícito. Allí se encontró con seis chicos de entre 4 y 12 años de edad, quienes al ser consultados sobre el paradero de sus progenitores, le contestaron que, como el trabajo escaseaba en la zona, hacía 15 días sus padres habían partido para la zona de Andresito a trabajar en la tarefa.
Atónito y preocupado por la situación vulnerable de esos niños, el guardaparque les preguntó cómo se organizaban para poder seguir viviendo solos en el medio del monte. Inmediatamente, el niño más grande le explicó que “todavía” tenían 3 kilos de grasa, unos kilos de harina y “el paris” en el arroyo, que les aseguraba la provisión de alimentos “para aguantar”.
El paris no era sino aquella trampa descubierta por el guardaparque momentos antes y cuya compuerta se cerraba únicamente cuando se quería lograr algunas capturas, pues el resto del tiempo, permanecía abierta.
Acto seguido, el funcionario de Ecología se vio inmerso ante una encrucijada, pues debía elegir entre cumplir las órdenes impartidas por sus superiores o velar por la alimentación de aquellos gurises que habían sido “abandonados” por una causa relativamente justa.
Sin siquiera dudarlo, su sentido común resolvió el dilema y optó por la segunda opción pues claro, corría el año 2001 y la cosa no estaba fácil mismo.
Como corolario de aquella decisión que puso en riesgo su seguridad laboral; días más tarde, su hombría de bien lo llevó a recibir el agradecimiento de una buena parte de la población de nuestra provincia.
En tiempos donde las decisiones se toman desde escritorios totalmente alejados de la realidad de la gente, y en los que los valores están en jaque casi de forma permanente; qué importante y urgente es revalorizar estas historias tan sencillas como complejas, que exponen nuestras realidades y sobre todo nos desafían a ser mejores en cada decisión.
Escribe Walter Goncálves