El dólar blue acaba de romper una nueva barrera que, a estas alturas de la crisis, era verdaderamente psicológica. El Gobierno, asumiendo que se trata de una variante con peso específico y no una informal con poca incidencia tal y como afirmaba años atrás, tomó nota y actuó en consecuencia.
El Banco Central agotó aún más su ya reducido poder de fuego y las autoridades echaron mano de los organismos de control para frenar las operaciones en las cuevas que, de un tiempo a esta parte, proliferan en la city porteña y en cada centro urbano del país.
Sin embargo, pese a las advertencias del ministro de Economía, Sergio Massa, de profundizar los controles y hacer “sentir el rigor”, el Gobierno no pudo frenar la escalada alcista a muy pocos días de las elecciones primarias.
Más allá del contexto particular, hay un dato que describe estos momentos en Argentina.
Durante los años electorales, sobre todo en los que se elige Presidente, la dolarización se acelera a partir de agosto. Inversores de todos los tamaños exacerban el acto reflejo de la cobertura como un mecanismo de defensa ante la incertidumbre.
Sucedió en 2011, 2013, 2015, 2017 y 2019. En cada año, entre los meses de agosto y noviembre de esos períodos preelectorales, la dolarización alcanzó un promedio de 4.500 millones de dólares cada vez.
Pero hoy la cuestión es más crítica porque casi todas las variables de la estructura económica argentina exhiben un nivel de crisis monstruoso. Es difícil encontrar un instante tan complicado como el que atraviesa la economía este año.
Ello explica que la dolarización como mecanismo de cobertura tome ritmos alarmantes en 2023. Y lo peor es que esa vertiginosa cadencia, que se advierte con mayor énfasis en lo que va de este mes, tiene fuertes consecuencias sociales al realimentar las expectativas inflacionarias.