Siendo adolescente, Oscar Higinio Castells (79) recibió la bendición de sus padres, Gregoria Vera y Pedro Castells, y una autorización por escrito ante el juez, para viajar a Buenos Aires y abrirse paso en el ambiente artístico. Nacido en Villa Sarita, por ese entonces le había tocado en suerte integrar el conjunto Los Changos Misioneros, que “fue orgullo de la provincia” y que, con el paso del tiempo, y por sugerencia de Ramón Ayala, pasó a llamarse “Chiricó” (especie de ave) porque entendía que “Los changos no tiene nada que ver con nosotros”.
Los domingos por la mañana cantaban en LT4, y cuando se presentaban en el Cine Misiones, “se llenaba, había gente parada hasta la calle”.
A raíz de ese éxito visible, la gente opinaba y sugería a sus integrantes: Oscar Castells (primera voz), Eber Ibarra (primera guitarra y tercera voz), Julio Giménez (segunda voz y guitarra) y Vicente Neris (bajo y guitarra) “¿por qué no van a cantar a Buenos Aires? Un día, mientras estábamos hablando frente a la radio, al lado de Tiendas Galver, bajó de un auto “Nenú” Madelaire, diciendo “a ustedes los vengo a buscar”. Y les contó su propósito. Quería llevarlos al programa “Tierra colorada” que el Gobierno de Misiones auspiciaba en Radio Splendid, en la Capital Federal, por donde pasaban los más grandes de la música del Litoral y guaranítica. A los 16 años, Castells se subió al auto del representante junto a los demás integrantes, uno de igual edad, y los otros dos, menores. La propuesta iría todos los sábados, a lo largo de casi dos meses. Salieron el viernes, pero para el primer programa no pudieron llegar a tiempo a raíz de una tormenta que los sorprendió por la ruta aún de tierra. Ese percance les impidió tomar la balsa de Ybicuy a Zárate, que después se vio obstaculizada por numerosos bancos de arena. A pesar de los obstáculos, llegaron a destino el domingo al mediodía.
Corría el mes de diciembre de 1961 y “cuando entramos por primera vez al auditorio de Radio Splendid, sentí una emoción muy grande, tenía unos paneles inmensos, la acústica de primera, y micrófonos grandes pintados de negro. Nos sentíamos orgullosos de integrar esa delegación con la exitosa locutora misionera Cristina Madelaire y con Fernando Ayala, un galán del cine, enamorado de nuestra provincia, que siempre dedicaba los poemas a Misiones en ese programa. Fuimos parte de un programa muy exitoso, que era escuchado en el país entero. Acudimos todos los sábados durante un mes y medio. En los intervalos aprovechaban para ir a las peñas, a los programas de televisión de Canal 9, Canal 7, donde Olmedo hacía sus comienzos con Capitán Piluso. También estaba el patio de Jaime Dávalos, y concurrían a las peñas de Antonio Carrizo. Hasta que nos invitaron para ir a Cosquín. Era el último día para contestar a la requisitoria, pero Misiones no tenía un peso. Lucas Braulio Areco era el director de Cultura, y Adhemar Gali, su secretario”. Afortunadamente, llegaron a un arreglo. “Nosotros cobrábamos lo de la radio, pagábamos el pasaje y nos íbamos al festival. Y así fue”, dijo Castells, mientras exhibía los numerosos escritos y fotografías que atesora sobre lo que era ese comienzo del Festival de Folclore en Cosquín. Ya en el Valle de Punilla, pudieron subir al escenario mayor y cantar junto a grandes artistas en momentos que el festival se hacía en la plaza San Martín, que estaba cubierta de sillas plegadizas.
Contó que, en ese tiempo, Jorge Cafrune era el hombre del éxito. Y había un conjunto de voces como la del “Chango” Farías Gómez, Pedro Farías Gómez, Hernán Figueroa Reyes, “que eran tamaños personajes del arte. Impactados, nos mirábamos el uno al otro y decíamos: ¿será que es a nosotros que nos están aplaudiendo? Mucho éxito tuvimos. Tal es así que nos ganó la delegación de San Juan, pero la gente estaba con Misiones. Se medía por los aplausos, los silbidos y los gritos. Los organizadores trataban de explicarnos, pero éramos adolescentes y no entendíamos”.
Se hicieron amigos del periodista Guillermo Orozco, que abrazó y consoló a los chicos de la tierra colorada. “Nos dijo: un día van a conocer. Después vi las cosas de otra manera, como él me enseñó. Había un afiche grande y al señalarlo, acotó: San Juan puso eso, que era la propaganda. Nosotros no llevamos ni para el pasaje”. Se alojaron en el mismo hotel que los sanjuaninos, que “eran hombres grandes, guitarreros que Los Cantores de Quilla Huasi los nombran. Pero aprendimos de un ‘Pinono’ Oro, bohemio. Los Quilla Huasi cantaban ‘De Pocito al Albardón’, y en Pocito vivía Pinono, que tocaba la guitarra y tenía una voz inigualable. Era el bohemio que veía al salir a las 7 de la mañana, y allá venía el Pinono con su anteojo y su guitarra debajo del brazo. Hoy lo rescato y nombro a otros de sus compañeros: Rubén Puebla, Dante Ortiz, Manrique, García, grandes guitarristas que integraban la delegación de San Juan, reconocidos a nivel nacional pero que ya habían viajado por el mundo. Musicalmente, con toda su sabiduría y oficio, nos pasaron por arriba. Eso nos hizo ver Orozco”, reflexionó.
A seguir cantando
Después de Cosquín, volvieron a Buenos Aires. Pero antes, los habían contratado en pueblos de las Sierras de Córdoba. Le siguieron viajes a San Juan, a San Luis, a Mendoza, a Chile, donde, de paso, miraron el mundial del 62. Luego siguieron por la provincia de Buenos Aires, Rosario, La Pampa, y otras grandes ciudades. “Asistimos a las grandes confiterías y teatros de provincia, siempre con un lleno total. Eso es lo que me tocó y que por mucho tiempo callé. Ahora quiero contar para que mis nietos sepan” sobre su trayectoria. El conjunto se mantuvo hasta 1965, año en el que Castells tuvo que cumplir con el servicio militar en la VII Brigada Aérea de Morón, y luego, en la Secretaría Aeronáutica. Pero, estando adentro, tuvo otra oportunidad. Con su compañero Ricardo Jorge Chemoti, que integró los Nocheros de Anta, Ricardo Giacobone y Carlos González -que ese año fue ganador de cantores de folclore de Radio Belgrano- conformaron “Alas de mi Patria”. Y siguieron cantando.
En cierta ocasión, Fermín Fierro cantaba en los “Sábados circulares”, programa de televisión conducido por Nicolás “Pipo” Mancera. “Estaba parado a pocos metros, y nos mirábamos. Señalándome, Pipo le dijo: éste es coterráneo tuyo, pero yo no lo registraba. Soy de Posadas, tengo unos cuantos temas y veo que ustedes no me cantan ninguno, me dijo. Cuando sonrió e hizo un gesto, le respondí: ¡Sos Luli! – Raúl Posse Benítez- tal el verdadero nombre de Fermín Fierro. Y comenzó a cantar Mi Serenata”, tal como lo hizo Castells, durante la entrevista con Ko’ape, en el living de su casa.
Con “Alas de mi Patria” volvió a Cosquín en 1965 -año de consagración de Mercedes Sosa- “porque habíamos ganado un concurso de Canal 13. Fue entre 35 conjuntos de todas las bases de la Argentina. Cantamos una canción de Daniel Reguera, cantor, músico, poeta y compositor quilmeño, que plasmó en la zamba ‘Quiero ser luz’ una plegaria en medio de una lucha que tenía perdida: sobrevivir a un corazón débil, que lo tuvo en jaque toda su corta vida”. Es que, en una ocasión, de paso por Mar del Plata, con los pies en la arena, lo escuchamos los cuatro. Luego, armonizamos en el espacio en el que estábamos parando y cantamos en una peña, adonde fuimos contratados. Lo hicimos con tanto gusto, con tantas ganas, como si fuéramos nosotros los que estábamos viviendo ese calvario”, rememoró, mientras entonó unas estrofas con todo el énfasis.
“Jugué en la quinta de Independiente hasta llegar a la primera, que es lo más grande. Jugaba de número 11, a veces de 7, hasta que fui comprado por Guaraní Antonio Franco. Permanecí unos siete meses, hasta que nos fuimos con los changos a Buenos Aires”.
Ese glorioso día, Mercedes Sosa bajó del escenario, “me estrujó la cara, me dio un beso, y me dijo: gracias hermano del alma por tus aplausos, gracias porque veía como cantabas”. En esos escenarios, “vi a grandes cantantes, a grandes músicos.Tanto en Cosquín como en Jesús María, los grandes venían a mirar cómo cantábamos. Eso hacía que empezáramos a tener más roces con los colegas que eran más famosos como la misma Mercedes o Luis Amaya, Chito Zeballos y Lalo Homer, de Tres para el folclore. Tuve compañeros buenos musicalmente y buenos pibes, profesionales. Todo eran satisfacciones”.
Recordó que en una ocasión cuando participaron del Festival Nacional de la Música del Litoral, los presentó una gran locutora de radio Libertad que se llamaba “Chela” Jordan, que trabajó con ellos en Buenos Aires, y fue enviada a través de Alejandro Romay. Castells lo supo porque mientras estaban por cantar en Canal 9 en la famosa “Pulpería de Mandinga”, conducida por Julio Maharbiz, quiso pasar al sanitario y a través de la puerta entreabierta lo llamó Romay. “Me señalaron que sos de Misiones, porque acá hay una nota y vamos a cumplir con la provincia, vamos a mandar la radio y a la locutora ‘Chela’ Jordan”, citó, al tiempo que homenajeó, además, a “Aída González y a su hermano “Cacho”, quienes también animaron el festival, nos representaron muy bien y están olvidados”. Asimismo, rescató la figura de “Miguelito” Franco y “Cacho” Romero, quienes, desde Buenos Aires, “hicieron mucho por el Festival del Litoral”.
Días de movimiento
Castells consideró que Buenos Aires era el centro de todo. “Ahí hacíamos las grabaciones junto a Ramón Méndez, íbamos a los teatros, a las grandes peñas en grandes clubes. Iba a vernos la gente de Corrientes y de Misiones, radicada en la gran urbe, con sus banderas, sus ramos de flores, con una alegría inmensa. Hoy la vida nos muestra otra cosa, el valor de nuestra familia. Los cuatro integrantes tuvimos unos padres maravillosos. Eso es lo que uno valora y compara, lo que Dios nos estaba regalando siendo pibes”, valoró.
Castells formó su familia junto a Elena Beuter. Se casaron el 8 de diciembre de 1976. De esa unión nacieron sus hijos: Viviana, Sergio, Vanesa y Valeria, quienes le regalaron a sus nietos: Martina, Genaro, Gonzalo, Merlina, Delfina, Dante y Bautista.
Iban a “Las peñas gauchas” de Miguel Franco, en Radio Belgrano, hasta donde también llegaba Antonio Tarragó Ros (padre), los hermanos Sena, Ernesto Montiel, y Blasito y Luisito Ferreyra (guitarrista de María Helena Kalasakis), que tocaban con él.
Tras un tiempo en Posadas, Castells regresó a Buenos Aires, pero después del servicio militar se desintegró “Alas de mi Patria”. Su compañero, Ricardo Giacobone, integrante del conjunto, cantaba muy bien el tango, al punto que Julio Sosa, que era serio, de pocas palabras, solía decir: “qué voz, qué cuerpo”. El misionero se encontró con unos amigos, y fue a ver a Osvaldo Pugliese. Entre ellos estaban los hermanos Rubén Omar y Héctor Stecco. “Me preguntaron si me animaba a cantar tango. Lo miro a mi compañero, y me dijo, lo único que sé es Adiós Pampa mía, que probamos en el fondo, con Rodolfo Mederos”, comentó.
“Yo escuché siempre tango. Mi papá era fanático del Glostora Tango Club, un programa que se transmitió por LR1 Radio el Mundo. Y siempre decía, un día voy a ser como ellos. Y la vida me regaló ser amigo de Carlitos Dante y Julio Martel y de muchos músicos, violinistas de Alfredo De Angelis. Así que dejé el folclore y empecé a cantar tango. Tenía afiches grandes con mi nombre, y la gente nos seguía, en 9 de Julio, Pehuajó, Bragado, Lincoln, Chacabuco, se llenaba. Y cuando le gustaba, empezaban a bailar. Con Adiós Pampa mía, la gente se sentaba y era un silencio extraño que antes que terminara la primera estrofa, se convertía en una lluvia de aplausos”, expresó, quien fue alumno de la Escuela 42 “República del Paraguay” y actuaba como monaguillo en la parroquia San Roque -del actual barrio Aguacates- acompañando al sacerdote José Keiner, primero, y al padre Fabiano, después.
“Algunos temas que cantábamos eran de Eber -una canción dedicaba a los tareferos-, otros de esta zona, de Osvaldo Sosa Cordero, de Edgar Romero Maciel, de Alberico Mansilla, autor de Viejo Caá Catí”.
En ese ámbito, se relacionó con Orlando Verri, que en Posadas vivía en Iwanoski y Ramón García, y era uno de los cantantes del pehuajense Osmar Maderna. Cuando Verri regresaba a su tierra “me invitaba a cantar, y lo hacíamos con Benchimol, con Marquitos Varela, los primeros tangueros que había en esta ciudad”.
Para quedarse, regresó a la tierra colorada en 1974. Frente a la tribuna de la cancha de Guaraní Antonio Franco vivía una tía suya, y en uno de los asaltos que por allí se realizaban, se conoció con su esposa, Elena Beuter, una joven de Cerro Azul. “Eran épocas, en que se abría un paquete de galletita salada, se colocaba mayonesa con tenedor y arriba iba el picadillo, convirtiéndolo en un sabroso canapé”, dijo, entre risas. Y acotó que, después, se iba a bailar a El Prado, con los temas de Palito Ortega o Billy Cafaro.
En Misiones hizo de todo. Cuando se casaron, pusieron un local de venta de calzados, primero en Oberá, luego en Jardín América, “siempre luchando, con confianza, salimos adelante”. Para ese entonces, la música quedó relegada a cumpleaños y reuniones familiares. “A veces cobraba y otras no, cuando era para colaborar con alguien o para las kermeses o fiestas de la iglesia. Siempre digo que, si uno es bondadoso con aquel que es más bueno que nosotros, nunca nos va a dejar en llanta, siempre va a venir a inflar la rueda que se pinchó o a tirar con nosotros. Y eso nos tocó, tanto en la familia como en la salud. Nos sentamos, comemos tranquilos, nos visitan los hijos, nietos, siempre agradecidos con un: qué hermoso es Señor lo que nos das”.
Casi sin querer
Al referirse a sus comienzos, contó que Blasito Martínez Riera vivía en Beato Roque González y Roque Pérez junto a sus padres y sus hermanos, y que siempre tocaba “Merceditas” cuando venía a la casa de Francisco Penayo, un cantor y guitarrero que vivía al lado de la casa de los Castells. Cuando eso pasaba, Oscar iba y se recostaba sobre el muro, justo donde daba la sombra, y se disponía a escucharlo. “Una vez le hice el coro, Blasito escuchó mi voz, detuvo el bandoneón y me dijo: vení, haciendo un ligero ademán con la mano. Tendría unos once años. Mi mamá no quería que fuera músico y yo quería tocar el bandoneón, más aún cuando sentía el bandoneón de Chaloy Jara o del correntino Luis Quiroga”. A pesar de la negativa de los comienzos, mamá Gregoria le dio sus bendiciones y consejos “de los mejores”. Dijo a Oscar: ‘sentate que queremos conversar con vos. Quedan tres días para que te vayas. No nos oponemos para nada, pero te digo lo que pienso: quiero que seas un muchacho decente, de vez en cuando andá a misa, no quiero que seas borracho’. Y papá Pedro, acotó: ‘acá ninguno de mis hijos me vio borracho, en la familia siempre se bendijo la mesa, dando gracias a Dios por tener esa comida. Voy delante del juez y voy a firmar que te vayas con mi permiso. No quiero que manches nunca mi apellido’. Eso fue lo que me dijeron, y lo cumplí al pie”, manifestó, el protagonista de este relato, visiblemente emocionado.