Extraño el tirar la piedra que cruza el monte o hace patitos en el agua. Ese correr vertiginoso hasta la esquina, con los puños cerrados, apretando la moneda hasta hacerla desaparecer de mis manos.
Rueda la amarilla luz al mediodía en esa alfombra roja llena de piedras que crece ante mis ojos; los pequeños trozos de madera como casas al costado, la meta el almacén y ese desafío entre los mugrientos perros mal alimentados que ladraban a lo largo de esa pista de carreras.
En la curva donde todo se pierde, donde todos se van, por ahí se fue el Moncho -te acordás, olía a tabaco- sus ojos pardos miraron el barrio, se guardó lo mejor en sus ojos, metió entre sus poros la polvareda de tierra roja, respiró profundo para que el aire a chipa y reviro no se escapase de sus pulmones; Inés, su amiga sin papeles estaba inquieta, se fue para el fondo de la casa como mascullando bronca, ese dolor que de a poco se transforma en sangre, metiéndose en cada parte del cuerpo.
Me acuerdo como si fuese ayer, la camisa almidonada, se cortó el cabello, la valija de cartón llena de ropa con aroma a esperanza y la bolsita de la matula con un pollo sancochado. Se fue como un atardecer, despacio, a sabiendas que dejaba ese sabor de la despedida; su figura se destiñó de a poco, con los bolsos a los costados, ese grito seco de las miradas, imaginando algún día un encuentro casual para decirse tantas cosas y a la vez no decirse nada. Inés se quedó observando la nada, tratando de buscar alguna respuesta mientras barría el patio, sabía que de ahí a la eternidad quedaría en el baúl de los amores inconclusos, dos nombres propios como olvidados.
Lo corrí hasta que me sangraron los pies y el corazón se me atoró en la garganta. Doña Gumersinda me dijo -Gurisito todavía no tenés edad para irte-. Andá sí a buscarme una caña, que sirve para estos momentos.
Tenía razón doña Gumersinda, hicieron falta varios litros para olvidar y ni así. Después de la resaca, todo volvía empecinándose cada vez más claro, los adioses no calmaban a la tarde, la risa del Moncho aparecía en el chirriar de las chicharras, en el ladrido de los perros, en la novela con la cual llorábamos pegado a la tv en blanco y negro, tratando de llorar una partida en conjunto con el amor no correspondido.
El caserío se pintaba como un retrato de varias vidas, porque en cada una, doña Ramona se presentaba cuando la señora de la casa estaba por tener o en estado de gravidez. Eran hospitales precarios, pero con la fuerza de la lucha que tiene un niño recién nacido. Tras encomendarse a los santos, y después del trabajo de parto; Cristóbal de doble profesión, enfermero y taxista, se aseguraba que todas las partes del niño fueran humanas, recibía al mundo en pañales hechos de bolsas de harina, consistía el ajuar de los pobres. Estas bolsas con manos maestras eran trajecitos para el baile, pantalones de salir, vestidos para niñas casaderas, teñidas con bananos tomaban forma de moda parisina. Los recién nacidos eran pesados en la balanza de don López, dueño del único almacén quien como vecino solidario suspendía el pesaje de papas, cebollas, fideos, para comprobar el peso del retoño.
En esa procesión a la cancha, donde jugábamos, se unía la fantasía con la realidad, no había mucha diferencia entre el gol que gritaba Muñoz y el nuestro, la pasión era la misma, los arcos tenían tres palos, el pasto del Monumental era del mismo color que el del potrero; al cual para llegar teníamos que caminar por esa cinta hecha de polvo y pozos, vestidos de pantalones cortos y remendados, la vieja pelota de cuero número 5 debajo del brazo del Chino, emprendiendo una veloz carrera porque los últimos iban al arco. Soñábamos con llegar a jugar en primera, esperábamos ansiosos que un señor venga a probarnos y nos lleve a River o Boca.
“Everredy” una pila de vida, rezaba el cartel publicitario en el almacén de don López. Me regalaba un paquete de “Manón” dulces cuando le lavaba las botellas de vino y acomodaba los esqueletos en su depósito. Tenía una hija que iba a primer año de la Normal -él decía que ella sería maestra- tenía los ojos más dulces del barrio, la piel anacarada y la sonrisa como sabor a chocolate. Definitivamente era mi novia, solo existía un inconveniente, ella no lo sabía.
El encarnado short azul atisbado de zurcidas que mamá le propinaba, las pamperos gastadas de tanto lavado y mi timidez como coraza, no me dejaban decírselo. Además, yo, estaba en 6º grado -si hasta cuando le decía, tartamudeaba- no me imaginaba hilando más de dos palabras con ella- hola y chau-.
Un día que la maestra nos dio redacción: la carta. Se me ocurrió la brillante idea de mandarle una, comencé con esta misión que parecía imposible, el primer paso sería escribirle, el segundo mandarle, pero por quién y cómo, bueno ya se me ocurriría.
Comencé con la recolección de materiales para la confección de la carta, conseguí a cambio de favores y de alguna que otra figurita de colección los elementos: 1 block de hojas Rivadavia, una lapicera Parker con trazo fino y un par de ideas de cómo era el amor o el ser novios, recogidas de las opiniones de los muchachos de la barra.
No fue tan difícil, uní un par de ideas que me tiraron los muchachos y algo que leímos en clase sobre “Yo y mi platero”, y un señor que hablaba sobre una cantidad de balcones y su novia doña Flor, lo demás vino por cuenta de mi imaginación desbocada; como cuando nos cruzamos en la puerta del depósito y mis manos rozaron la suya, una mueca de asombro cruzó mis labios, el temblor se apodero de mi cuerpo como una hoja castigada de invierno. Mi caligrafía trató de olvidar aquél hecho para no caer en errores durante la escritura del manuscrito.
Calle Terrada s/n
Lunes 13 de junio
Señorita López
———-S/D———–
De mi mayor consideración:
Me dirijo, a usted a los efectos de comunicarle y por su digno intermedio a quien corresponda los motivos de esta carta.
Visto y considerando que el solo contacto con su piel produce en mi persona un estado de letargo y continuas lagunas mentales, dejando huérfano de sentido a mi persona, que el solo hecho de su mirada inmoviliza las partes de mi cuerpo, quedando, ellas, solo a resguardo de una entrecortada respiración y balbuceos inentendibles.
Dado tan peculiares síntomas y ante continuas consultas a entendidos en la materia, he llegado a la conclusión de estar enamorado de usted, espero sea correspondido dicho sentimiento.
Sin otro particular y esperando una respuesta favorable lo saluda muy atentamente.
El cadete del almacén
P.D.: Espero no ser atrevido ante tamaña confesión epistolar.
Doblé presuroso la carta, la bañé con el agua de colonia que usaba los domingos para ir a misa y la entibié entre mis manos, cerré los ojos esperando que el otro día desapareciera. No fue así, se presentó como siempre, la neblina pegada a mi cara y el frío de junio acompañando la espera. No sé, si fue miedo o vergüenza o el hijo del gendarme que la acompañaba, quizás fue todo eso junto; corrí tan presuroso como la doblé, la bañé en niebla matinal y la quemé entre mis dedos guardándola acurrucada en el cajón del ropero.
Conocí a Dios, los domingos, mamá trataba de cubrir los callos y el olor a lavandina con crema hidratante para manos, su vestido negro debajo de las rodillas y la camisa de nylon ahogándole el cuello, era su uniforme contra la inmoralidad, nunca faltamos después de la promesa a la virgen cuando los muchachos salieron de la cárcel tras la averiguación de antecedentes.
Conocí a Dios por la boca del cura, una hora y media de Padre Nuestros y Ave Marías, de canastos que recorrían la superficie de la iglesia repleto de monedas y sermones lacónicos sobre lo pecadora que era la raza humana. Después de conocer a Dios por intermedio del padre, de lunes a sábado trataba de encontrarlo sin intermediarios en cada uno de los actos, en cada una de las razones que me tocaba vivir.
Varias de las personas que actúan en este gran circo, de risas y lágrimas, se fueron, llevando la función a otros confines, el poco dinero, las ansias de otros horizontes les hicieron sacar solo de ida. Nosotros los que nos quedamos sacamos los boletos de vuelta, en un papel amarillento sin descuento, decía en letras chicas, recuerdo la risa de Moncho, la mueca de Inés. El pelo de Carlos, el consejo de Francisca, el amor guardado en algún viejo cajón.
Al costado de esa línea que nunca era recta, en ese día a día convivían odio-amor, mentira-verdad, pasión-razón, locura-cordura; en esa línea roja se tejen y destejen fantasías, entre un laberinto de casas con patios de tierra, ahí fue donde compré un boleto de vuelta que dice en letras chicas, “extraño el tirar la piedra que cruza el monte o hace patitos en el agua”.
Fin
Vivencias de niño
Cristaldo explicó que el texto nació al recordar su niñez en el barrio Retiro, de Montecarlo. Lo que significó un poco el destierro de la gente que tuvo que ir en busca de trabajo a otros lugares, dejando su terruño, su familia, recuerdos, su amor, amores inconclusos. También recordando al señor López que fue quien tuvo uno de los primeros almacenes de ramos generales del lugar. Tenía una balanza en la que se pesaban las papas, las cebollas y también los bebés que nacían con ayuda de matronas como Venancia y Doña María, una brasileña que era su bisabuela, pero a la que no llegó a conocer.
Después buscó jugar con la intertextualidad de la carta, con ese primer amor que uno tiene de niño, y que después lo pierde, queda en el olvido o nunca llega a ser, y pasa a ser “un gran amor cuando uno lo recuerda”.
“Busqué recordar ese tipo de cuestiones que uno tiene al salir y dejar su terruño. Y volver atrás y ver que alguna vez fue niño, y creer que uno fue inmortal en esa etapa, que esa niñez pasó hace tan poco y, sin embargo, al mirar para atrás, y pasaron veinte años de la vida”, dijo el autor.
La veta de escritor nace con las ganas de leer. Primero revistas e historietas de niño. Después los primeros libros como El pájaro espino, a los 14, y Manhattan transfer de Jhonn Dos Passos. Todo escritor primero es lector.
Otra de las influencias fueron autores como Borges, Cortázar y García Márquez, a quienes leía en el secundario.
Mi abuelo, mi familia tuvo una influencia directa en esto. Nos contaban historias de aparecidos y otros en sus idas a pescar. El relato oral fue otra veta creativa en mi vida.
Los nombres que aparecen que el cuento, tuvieron una cara y una vida en el barrio de aquel momento. “Doña Gumersinda, era mi vecina; don López; Cristóbal, que era enfermero y taxista; la hija de López, el hijo del gendarme. Es volver a la génesis de lo que fue mi infancia y recordarla, como otras infancias que transcurrieron en el interior del interior”, aseguró.