Por Evelin Inés Rucker
En un lugar muy lejano y en un tiempo del que ya no me acuerdo, vivía Francisco, un niño solitario. Francisco tenía una bicicleta azul con la que recorría senderos para llegar a la escuela. Una mañana como todas, en las que el sol brillaba y el pasto del camino aún tenía gotitas de rocío, una lagartija cruzó despreocupadamente frente a las ruedas que venían rápidas. La bicicleta dio un salto y Francisco voló a tierra al apretar los frenos para no pisarla.
¡Qué terrible dolor y qué susto al ver sangre en sus rodillas y en sus manos! ¡Y la bicicleta partida en dos! Cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, llegó la maestra y entre chorros de agua oxigenada para desinfectar las heridas y palabras cariñosas para calmar la angustia, lo llevó a la escuela.
El llanto de Francisco era cada vez más grande, ya no por el dolor sino por el miedo a enfrentarse a su padre. Luis era un hombre que cuando se enojaba, se volvía feo, de sus ojos salían chispas hirientes y su voz sonaba a una trompeta avejentada.
Lo vio venir a lo lejos y comenzó a temblar. Su vozarrón espantó a los niños, al portero, a los pájaros que tenían un nido en el árbol de pitanga y al perro salchicha que dormía en la puerta de entrada. Manchita, el perro salchicha que habían adoptado los chicos en la escuela, era un animal sabio. Se despabiló con los gritos y el llanto y decidió hacerse cargo del asunto. Corrió a recibir a Luis con muestras de alegría ladrando amistosamente. La primera reacción del papá de Francisco fue la de ignorarlo, porque los hombres enojados suelen ignorar las muestras de cariño. Pero Manchita continuó con su cometido y de a poco, a medida que caminaban juntos hacia la escuela, el humor de Luis se fue aplacando.
Todos sabían que no era un hombre malo pero su ira y la manera intolerante con que trataba a su hijo lo volvían indeseable.
A Manchita se unió Berny, el benteveo que vivía en el nido del árbol de pitanga. Dejó caer, justo en el hombro de Luis, una perfumada flor de jazmín. El perfume de los jazmines aplaca hasta a los ogros furiosos y en este caso el resultado fue el esperado.
Renata, la mamá de la lagartija que salvó Francisco al no pisarla con la bicicleta, ayudó a los chicos a escribir un cartel que decía: “Bienvenido, nos alegra a todos verte en la escuela”.
Solo faltaba un detalle y lo puso la mariposa Adela: revolotear delante del hombre iracundo y posarse en su pecho, cerquita del corazón. El aleteo hizo que Luis viera el miedo en los ojos de su hijo, que recordara sus miedos de pequeño y cuánto necesitaba de cariño, de palabras dulces y de caricias. Las alas multicolores son mágicas y lograron también una sonrisa en su cara. Sonrisa que fue muy pequeñita en un principio, pero que cuando se contagió a la boca de la maestra y luego a la de Francisco, logró descomprimir el enojo y transformarse en carcajadas.
Luis sentó a su hijo en su regazo y le pidió que le contara lo sucedido; también le hizo ver que con algunas herramientas y un parche dejarían como nueva a la bicicleta azul. Los niños se fueron acercando y la maestra descubrió una gran barra de chocolate que tenía guardada en el escritorio y la repartió entre todos.
El portero, que hasta ese momento los miraba desde lejos, dejó escapar un suspiro y exclamó bien fuerte: “Nada es tan terrible; gotitas de amor que se unen obran milagros”.