Visto lo hecho durante los últimos meses, es casi normal que Alberto Fernández haya dejado la Presidencia de la Nación casi en silencio y sin que la mayoría de los argentinos lo hayamos notado o extrañado.
Seguramente quienes intenten defenderlo buscarán explicaciones y argumentos en las continuas crisis políticas internas, las investigaciones judiciales y un período que incluyó la pandemia de COVID-19 y una las peores sequías registradas en Argentina.
De hecho, durante los primeros días del capítulo local de la pandemia global, el expresidente tomó un protagonismo casi paternal y dejó la impresión de ser un líder hecho para tiempos difíciles.
Sin embargo, víctima de sus propios errores y de otros inducidos hasta por su propia coalición de gobierno, se fue desgastando hasta quedar en el extremo judicial del delito por una fiesta de cumpleaños que sus laderos juraron que no había existido. A partir de ese momento todo fue dañino… para él en particular y para los argentinos en general y con mayor profundidad. Así las cosas, su herencia quedará inscripta como una de las peores desde el advenimiento de la democracia.
Y hablando de pesadas herencias, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) desnudó ayer la inflación de noviembre, última del período presidencial albertista. Fue entonces que supimos que el Índice de Precios al Consumidor durante su mandato quedó al borde del 1.000%.
El dato no es menor y no solamente por su volumen, sino porque se llegó a ese índice con precios pisados, con un dólar atrasado, una emisión récord, y el déficit totalmente descontrolado. Al mismo tiempo, en paralelo a la inflación heredada, el control de precios, los múltiples cepos a dólar, el descontrol sobre las emisiones y el monumental déficit completan una desgraciada herencia que decanta en una pobreza altísima y en ascenso.
Cualquier alegato en favor del expresidente cae frente a esos datos duros.