Buscar una vida mejor fue, es y será uno de los retos más importantes de la humanidad, que ante la adversidad encontró una respuesta en la migración.
En la actualidad la globalización, los avances en las comunicaciones y el transporte incrementaron en gran medida el número de personas que tienen el deseo y la capacidad de mudarse a otros lugares. Pero también multiplicaron sus peligros.
Según cifras de la ONU, cerca de 300 millones de personas (uno de cada 25 habitantes del planeta) viven fuera de su país de origen, ya sea de forma voluntaria o forzosa, como resultado de desastres, crisis económicas y situaciones de pobreza extrema o conflicto.
Atendiendo a todo ello, en el año 2000, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó al 18 de diciembre Día Internacional del Migrante.
Aunque muchos gobernantes y sociedades no estén de acuerdo, la ONU se empeña en remarcar que el impacto de este fenómeno “puede contribuir de forma positiva al desarrollo de los países de origen y los países de destino”, siempre y cuando se respalde con políticas adecuadas.
Lo que pasa es que no todos entendemos los “derechos” de la misma manera, nuestras escalas de valores difieren y solemos quedarnos entrampados en polarizaciones debatiendo qué derecho debe prevalecer.
Así, cuanto más crece el fenómeno, más crece también el miedo atávico en el seno de las comunidades no migrantes, bien sean receptoras o bien de tránsito de esas personas. Y como resultado, los migrantes padecen una triple victimización: la que sufren en su lugar de origen, la de los gobiernos en su lugar de destino y la exposición a redes criminales que los acechan a cada paso de su penoso camino.
Para que el fenómeno de la migración pueda contribuir en forma positiva, como aspira la ONU, se debe ampliar horizontes y mirar como hermanos a quienes vienen o van en busca de mejores oportunidades y protección, ya sea para ellos mismos o sus familias.