El fin de semana largo, y como viene reiterándose periódicamente en los últimos tiempos, los siniestros viales en Misiones volvieron a enlutar a varias familias. Al menos once vidas se perdieron en las pocas horas transcurridas entre el sábado y el lunes, cinco de ellas en un solo despiste (el domingo en Irigoyen) y otras dos en un choque en Puerto Leoni.
Para colmo, se podría pensar que esa trágica cifra podría ser incluso mayor, habida cuenta de los vuelcos y colisiones registrados en distintos puntos de la provincia, y que por fortuna o por milagro no provocaron más fallecidos ni lesionados de gravedad.
Pero sucede que basta con salir un par de veces a las rutas y calles misioneras para certificar la cantidad de infracciones de tránsito e imprudencias al volante que se siguen cometiendo con total liviandad y desprecio por la vida, propia y ajena.
De nada parecen servir las leyes, los crecientes controles, ni las campañas de difusión también cada vez más insistentes, ni siquiera las multas, que no siempre cumplen su cometido preventivo sino que a veces se tornan tan ineficaces como los estamentos encargados de su aplicación. Lo cierto es que, a pesar de todo, la inconsciencia parece no tener freno entre quienes manejan.
No es un problema exclusivo de Misiones, ni siquiera de Argentina: muchos países tienen que lidiar no solo con la elevada siniestralidad, sino también con las malas conductas que la provocan. Porque se ha repetido ya en muchas ocasiones: si se podía evitar, no es un accidente.
Tampoco se han hallado todavía “soluciones mágicas” afuera de nuestras fronteras -provinciales o nacionales- para revertir las dramáticas cifras. Porque no hay medida o decisión política que alcance si no opera en nosotros -individual y colectivamente- el necesario cambio cultural hacia el respeto y la prudencia.